martes, 5 de noviembre de 2013

Yatama, la lucha por una verdadera autonomía en la Moskitia nicaragüense. Nicaragua, 2006.





Entre junio de 2005 y febrero de 2006 se realizo la producción de este documental (una de las primeras de BlueFilms) en la que se da a conocer los resultados de una investigación dirigida por Miguel González, Lestel Wilson y Evaristo Mercado, y con el apoyo de la Universidad URACCAN; sobre el origen e historia de la organización indígena Yatama y sus principales luchas políticas en el Caribe Nicaragüense. (Texto sinopsis del documental.)

Es interesante observar como los tres componentes básicos de la ideología seminal, a saber: tierras (o territorio), identidad y autodeterminación están claramente expresados en los discursos de la abogada Hazel Law (2:10 y 6:08) y el activista político Brooklyn Rivera (18:31), ambos dirigentes de Yatama.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Newen Mapuche, la fuerza de la gente de la tierra. Chile, 2011





El documental “Newen Mapuche, la fuerza de la gente de la tierra” relata la lucha de las comunidades indígenas, Mapuche al sur de Chile por recuperar sus tierras y los costos que han tenido que enfrentar frente a las políticas de represión del Estado chileno, a través de la aplicación de la ley antiterrorista a sus líderes. En este contexto y ante el asesinato del joven mapuche Alex Lemun, la cineasta Elena Varela López emprende un viaje de investigación con el fin de contar la historia de los 10 últimos años de resistencia de este Pueblo. Recopila distintos antecedentes, conoce de cerca sus líderes, presos y clandestinos, quienes relatan las razones de su lucha. El Estado chileno implementa distintas estrategias para detener este movimiento social y Elena va registrando este proceso, pero no advierte que estaba siendo investigada y perseguida por agentes de inteligencia del Estado. Hasta que el 7 de mayo del año 2008 es detenida bajo montaje judicial en proceso de filmación y le es requisado todo su material fílmico. La documentalista narra esta historia desde su propia vida y experiencia de persecución política. El documental “Newen Mapuche” fue exhibido por primera vez al público el 12 de octubre del año 2010. (Texto sinopsis del documental.)

Para una mayor información histórica sobre las luchas indígenas de liberación véase en el Sumario de este blog el artículo: "Resistencia Anticolonialista Indígena en América Latina (1492-1825)".

domingo, 3 de noviembre de 2013

EZLN 20 y 10: el fuego y la palabra. México, 2003


Con motivo del vigésimo aniversario de la fundación del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y del décimo aniversario del levantamiento armado. Nos narra desde una perspectiva de las comunidades zapatistas los orígenes del EZLN, el alzamiento el 1ro. de Enero de 1994, el acoso militar, las iniciativas lanzadas al pueblo de México, así como el proceso organizativo y el trabajo en resistencia de las comunidades zapatistas durante 10 años (sinopsis La Mosca TV).

sábado, 2 de noviembre de 2013

Achacachi, la insurgencia aymara. Bolivia, 2002


   


Las rebeliones de los pueblos indígenas en Bolivia han sido una respuesta a la discriminación y la opresión racial y social de que han sido objeto desde la llegada de los españoles hasta la actualidad. Túpac Katari, Pablo Zárate Willka, Felipe Quispe y muchos otros, han representado en diferentes momentos de la historia de Bolivia, la lucha de los aymaras por su autodeterminación. Desde el año 2000, el movimiento indígena conmocionó a Bolivia y transformó el carácter del parlamento nacional. Este video muestra una parte de esa historia aymara.

Documental realizado por el Colectivo de investigadores del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la Universidad Mayor de San Andrés, Bolivia. (Texto sinopsis del documental.)

Para una mayor información histórica sobre las luchas indígenas de liberación véase en el Sumario de este blog el artículo: "Resistencia Anticolonialista Indígena en América Latina (1492-1825)".

viernes, 1 de noviembre de 2013

La revolución del coco. Papúa Nueva Guinea, 2001



(Para reproducir el video, ir al vínculo: https://www.dailymotion.com/video/x49x9i9)


El 1º de septiembre de 1975, los bougainvilleanos expresaron abiertamente por primera vez su deseo de autogobierno, separados de Papúa Nueva Guinea, con la primera declaración unilateral de independencia. Esto sucedió dos semanas antes de que PNG recibiera su independencia de Australia, el 16 de septiembre de 1975.

Desde 1989 los isleños han conducido una lucha armada por la independencia contra Papúa Nueva Guinea, casi sin el conocimiento del mundo exterior. Los bougainvilleanos son étnica, cultural y geográficamente un pueblo de las Islas Salomón sin conexiones tradicionales con Papúa Nueva Guinea.

La lucha de los bougainvilleanos, liderados por Francis Ona, consiste principalmente en proteger sus derechos básicos, incluyendo la tierra, el medio ambiente, la cultura y el derecho político de su pueblo a la autodeterminación. La devastación ecológica producida por la compañía minera extranjera Bougainville Cooper Limited/Rio Tinto en la mina de Panguna (hoy un inmenso cráter altamente contaminado), y de la que el gobierno de PNG era dueña del 20%, fue la chispa que encendió la guerra.

En agosto de 2001, se firmó un Acuerdo de Paz entre el gobierno de Papúa Nueva Guinea (PNG), los diversos grupos armados y el gobierno provincial de Salomón del Norte (como llaman en PNG a Bougainville). En enero de 2002, el Parlamento de PNG votó finalmente a favor del Acuerdo de Paz y aprobó unánimemente leyes de enmienda constitucional que abrieron el camino para un Gobierno Autónomo de Bougainville y un referéndum sobre la independencia para la isla a celebrarse no antes de 10 años y no después de 15 años.

Desde junio de 2005, la isla tiene un estatus separado con un Gobierno Autónomo de Bougainville (GAB) presidido por Joseph Kabui, y con los poderes militares, externos y judiciales reservados a PNG.

Francis Ona y el grupo Me’ekamui continuaron con su larga trayectoria de lucha por la independencia y no aceptaron el estatus autonómico. Ona vivió en la llamada Zona Prohibida (una zona fuera del control del GAB) hasta su muerte de malaria el 24 de julio de 2005. (Fuente: IWGIA.)

Esta lucha en las lejanas tierras del Pacífico reproduce, como se podrá observar en el video (10:54), los tres principios fundamentales del seminalismo: defensa de la tierra (y la ecología), la identidad y la autodeterminación.

jueves, 10 de octubre de 2013

PORTADA





LA REVOLUCIÓN SEMINAL
 
 
Una Lucha por la Tierra, la Identidad y la Autodeterminación
  

“Ellos han enseñado el miedo y han venido
a marchitar las flores. Para que viva su flor
han chupado y aspirado las flores de los otros”
Libro de Chilam Balam de Chumayel, s. XVI.


ÍNDICE

Introducción
La Diversidad
La Explotación
La Resistencia
Anexo Documental:
I. Guatemala: Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas
II. México: Acuerdos sobre Derechos y Cultura Indígena
III. Colombia: Facsímil del Acuerdo Preliminar entre el MAQL y el Gobierno
Bibliografía Citada



Investigación y textos

Jorge Fava
Ensayista interesado en temas indígenas. Ha colaborado con el International Work Group for Indigenous Affairs (IWGIA), organización internacional e independiente que se dedica a investigar la opresión sufrida por los pueblos indígenas, con sede en Copenhague, Dinamarca.


Edición: septiembre 2009.

Edición digital: octubre 2013. Revisada y ampliada en abril de 2019.

Sobre el título de esta obra: La Revolución Seminal fue utilizado por primera vez por el autor en un artículo publicado en la revista Tesis 11 Internacional. N° 40. Buenos Aires, mayo-junio 1998. Págs. 18-20.

Este material podrá ser reproducido, siempre y cuando la fuente sea citada.

Ó Todos los derechos reservados.

 
Fotografía: comandantes zapatistas. Chiapas, México.

(Continúa en INTRODUCCIÓN)


CÓMO CITAR ESTE ENSAYO (VERSIÓN COMPLETA):

FAVA, Jorge: 2019 [2013], “La Revolución Seminal. Una lucha por la tierra, la identidad y la autodeterminación”. Disponible en línea: <www.larevolucionseminal.blogspot.com.ar/2013/10/portadaindice.html>. [Fecha de la consulta: día/mes/año].

martes, 8 de octubre de 2013

INTRODUCCIÓN


"Soy y seré semilla como todo lo que ha caído por amor
 a mi país, como los que combaten desigualmente, los
 que soportan condiciones muy duras, los que huyen
por los montes solos y desesperados, los que están
sembrando sus razones”
Rigoberta Menchú Tum. Guatemala, 1984.



El 12 de octubre de 1492, constituye un hito histórico trascendente en el desarrollo de la que puede ser considerada como la más larga y formidable lucha de resistencia anticolonialista. Es que la llegada de los europeos a América en aquella fatídica fecha, significó para los pueblos indios del continente el inicio de una guerra de liberación que continúa hasta nuestros días.

Usurpación de territorios comunales, genocidio, segregación étnica, explotación económica y una fuerte agresión a los referentes identitarios de los pueblos autóctonos americanos, han sido, y en buena medida aún lo son, los principales aspectos a través de los cuales se manifiesta y reproduce una situación de opresión iniciada en aquellos lejanos tiempos. La tremenda magnitud de la colisión entre estos dos mundos se nos revela en toda su dimensión cuando tomamos conciencia que, según estimaciones actuales, en las tierras del llamado Nuevo Mundo, entre fines del siglo XV y mediados del XVI se inmolaron en nombre de la “civilización” –principalmente a través de guerras, malos tratos y epidemias- alrededor de 70 millones de seres humanos (Todorov, 2003: 144).

La inquebrantable voluntad de supervivencia de las etnias nativas, soportando la hecatombe demográfica y un despiadado y aún vigente etnocidio, asombra y alecciona. “Desde el reducto del hombre europeo –escribió Enrique Alonso- que se vio a sí mismo por mucho tiempo como centro del mundo, Valéry pudo decir: ‘Nosotras, las civilizaciones, ahora sabemos que somos mortales’. Desde las tierras mortificadas del vasto mundo subdesarrollado se eleva, en cambio, otro pensamiento: ‘Nosotras, las culturas, ahora sabemos que no perecemos tan fácilmente” (en Magrassi, 1982: 13).

La resistencia indígena a la dominación colonial en los últimos 500 años ensayó distintas formas de lucha: el silencio fue una de ellas. Perseguidos por sus creencias y reprimidos en sus demandas, los pueblos aborígenes comprendieron que la táctica del silencio, acompañada de una preservadora desconfianza, constituía una herramienta útil para salvaguardar su singularidad. Así, sus reivindicaciones cuidaron las formas y aún los contenidos con el objeto de evitar las trágicas consecuencias de una respuesta salvajemente violenta de parte del poder opresor, especialmente intolerante con todo lo que fuera indio (Colombres, 1988: 45). Se guardaron para sí su historia negada, sus dioses proscritos y sus inextinguibles anhelos de libertad. El indio calló pero no otorgó. Esta actitud no supuso ni cobardía ni mero posibilismo, ya que, dadas las condiciones objetivas para la insurrección, los pueblos indígenas no dudaron en recurrir a la lucha armada en defensa de sus derechos conculcados. Ejemplos abundan en la historia colonial de Iberoamérica de las heroicas gestas libertarias que los pueblos nativos protagonizaron, las que, a su vez, sirvieron de inspiración a las rebeliones en la posterior etapa republicana, incluidas las contemporáneas. En el proceso de construcción de una teoría revolucionaria que dé sustento ideológico al modelo de subversión armada que ellos encarnan, el indio recupera esa memoria silenciada y la transforma en instrumento de su liberación. De esta manera, los héroes pre y poscolombinos se convierten en bandera de una lucha que emerge con sello propio, la que hace del derecho de los pueblos autóctonos a sus tierras, autodeterminación e identidades históricas diversas las metas fundamentales.[1]

Algunos de estos movimientos, de naturaleza revolucionaria, buscaron la destrucción del poder dominante y la posterior construcción de un Estado étnico de acuerdo a sus tradiciones civilizatorias. Otros, en cambio, de índole reformista, producto tal vez de su condición de minorías étnicas, para las cuales la toma del poder es contraria a la lógica de su propia dinámica estructural, intentaron un mejoramiento sustantivo de las relaciones interétnicas, tan desfavorables para sus pueblos. Unos y otros, se nutrieron de densos contingentes indígenas que, hartos de ser explotados como bestias de carga, despreciados como seres inferiores o asesinados sin conmiseración por el hombre “civilizado”, se alzaron en armas en busca de una salida digna a una situación sin duda desesperante.

Esta revolución, inconclusa aún después de cinco siglos, y a la que hemos denominado seminal por el carácter originario de sus protagonistas e ideología, es la piedra en el zapato latinoamericano de una globalización (recolonización) uniformadora dirigida por el capital financiero internacional y hegemonizada por los paradigmas culturales euro-(norte)americanos. La resistencia india a esta nueva amenaza a los valores que norman su vida comunitaria se expresa mayoritariamente a través de las vías legales de acción política, pero en situaciones muy determinadas no excluye el recurso de la contraviolencia organizada a través de la insurrección armada.

Hoy, los acontecimientos de Chiapas, en el sureste mexicano, nos demuestran -una vez más- la tenacidad combativa de los pueblos indígenas en pos de su emancipación, la que, con toda probabilidad, no habrá de consumirse con la sangre chiapaneca.

*  *  *

Este trabajo es la síntesis actualizada de una serie de artículos publicados en las revistas “DEBATE para un proyecto de integración suramericana” y “Tesis 11 Internacional”; Buenos Aires, entre los años 1993 y 1998. Cada uno de ellos fue revisado y parcialmente modificado con la finalidad de reunirlos en la presente publicación en tres breves ensayos que, a nuestro entender, sintetizan los aspectos principales de la denominada cuestión indígena latinoamericana, y a los que titulamos: "La Diversidad", "La Explotación" y "La Resistencia". Al final incluimos un Anexo Documental en el cual reproducimos los textos completos de los acuerdos sobre derechos indígenas que resultaran de los diálogos de paz entre las delegaciones de las guerrillas guatemalteca de la URNG y de la mexicana del EZLN, con sus respectivos Estados, y el facsímil del acuerdo preliminar entre el MAQL y el Estado colombiano. Estos dos textos completos[2] condensan las aspiraciones reivindicativas de los pueblos indígenas involucrados en los conflictos mencionados, aunque moderadas en algunos aspectos por la necesidad de construir los consensos mínimos que la mecánica de las negociaciones de paz impone.

J. F.

(Continúa en LA DIVERSIDAD)


[1] Representantes de más de sesenta pueblos indios reunidos en la Conferencia Internacional de ONG sobre Discriminación contra las Poblaciones Indígenas en las Américas, celebrada en el Palacio de las Naciones Unidas, Ginebra, en 1977, vincularon estas tres áreas temáticas como las principales para la definición de sus derechos (Howard R. Berman: El Desarrollo del Reconocimiento Internacional de los Derechos de los Pueblos Indígenas. En: Veber, H., Dahl, J., Wilson, F. y Waehle, E. [comp. y red.]: "...Nunca Bebas del Mismo Cántaro". IWGIA. Documento N° 15. Copenhague, 1993. Pág. 327).
[2] El primero, con importantes tropiezos en su implementación y apoyo popular, avanza lentamente; y el segundo, desvirtuado por el gobierno durante su tratamiento parlamentario, fue desconocido por los zapatistas.


CÓMO CITAR ESTE ENSAYO:

FAVA, Jorge: 2019 [2013], "La Revolución Seminal. Una lucha por la tierra, la identidad y la autodeterminación". Disponible en línea: <www.larevolucionseminal.blogspot.com.ar/2013/10/introduccion.html>. [Fecha de la consulta: día/mes/año].


LA DIVERSIDAD

Doce Reflexiones sobre la Multiculturalidad en América Latina


“El mundo que queremos es uno 
donde quepan muchos mundos"
Subcomandante "Marcos".
Chiapas, 30 de julio de 1996.


1

Desde el fondo de sus propias historias, las sociedades de América latina arrastran en su imaginario colectivo la contradicción entre “civilización y barbarie”, construida a partir de una concepción eurocéntrica falaz e interesada. Esta contradicción pone de manifiesto una afirmación que es conveniente remarcar: si en América la discriminación surge como justificación histórica del genocidio perpetrado durante la Conquista, subsiste como necesidad de legitimar la explotación económica que en la actualidad se ejerce sobre los campesinos indígenas. Para todo pueblo dominador, el pueblo sojuzgado fue y seguirá siendo “bárbaro y hereje” porque necesita argumentar en defensa de su propia barbarie puesta de manifiesto en el acto del sometimiento, degradando para siempre al sometido (Hernández, 1984: 39). El antropólogo francés Claude Lévi-Strauss plantea al respecto una paradoja significativa: "El bárbaro es ante todo el hombre que cree en la barbarie" (1984: 310).

Si bien la derecha latinoamericana, en una tentativa mal disimulada de ocultar sus intereses de clase y sus motivaciones profundamente racistas, ha dicotomizado la cuestión pretextando la instauración de un proceso “civilizatorio” supuestamente beneficioso para los ("bárbaros") pueblos indios; por su parte, la actitud de algunos sectores progresistas ha teñido las relaciones interétnicas de un prejuicioso paternalismo que delata falta de fe en las culturas étnicas como un valor para, y no tan sólo como un valor en sí (Bartolomé y Robinson, 1984: 186). Se hace evidente que la izquierda orgánica encuentra en las culturas indígenas americanas el anclaje fundante útil para la construcción de una identidad cultural definida por oposición al modelo occidental dominante, sin que quede muy claro el rol a desempeñar por los pueblos indígenas, en su condición de tales, en los procesos de liberación. La formulación de una tesis de autodeterminación nacional-regional, pero sin superar las contradicciones étnicas internas, no parece viable (ej. ex URSS) y mucho menos honesta. “La síntesis cultural –escribía Paulo Freire- no niega las diferencias que existen entre una y otra visión sino, por el contrario, se sustenta en ellas. Lo que sí niega es la invasión de una por la otra. Lo que afirma es el aporte indiscutible que da una a la otra” (1987: 237).

La construcción de un consenso étnico-social para América latina surgirá en el horizonte como una meta posible, a condición de no forzar oposiciones donde sólo existen diferencias, y del abandono definitivo de los etnocentrismos inconfesos. “Todos ellos nos ven a los indios como su sector campesino, fuerza descerebrada, condenados a ser dirigidos por la doctrina del proletariado industrial –denunciaba en 1979 el Movimiento Indio Túpaj Katari-. Los marxistas andinos están en pugna con la razón. En su seno está prohibido pensar. Querer actualizar, nacionalizar la doctrina europea es herejía. Por ello no hay asomo de marxismo andino ni de izquierda nacional. Todas sus facciones son eco europeo, compiten entre ellas en fidelidad ortodoxa al pensamiento extranjero" (Reynaga, 1980: 12).

Como vemos, el conflicto atraviesa al continente estableciendo una virtual frontera sociocultural en la que friccionan desde hace ya más de medio milenio dos mundos en colisión: uno seminal y oprimido y otro aluvional y hegemónico. La resultante de este proceso histórico es la reproducción de sociedades brutalmente fracturadas, no solamente clasial, sino también étnicamente (véase Cuadro 1).

CUADRO 1
Gráfico del sistema interétnico de estratificación según Adolfo
Colombres (1988: 266). Las líneas llenas indican relaciones de
opresión y las cortadas relaciones de alianzas posibles. La
burguesía indígena como categoría social en formación
sólo existe en algunos países de América latina.[1]

Desde esta perspectiva estructural, las fuerzas progresistas deben comprender que hoy en América latina toda agudización de la conciencia étnica se constituye también en agudización de la conciencia de clase, y que si el objetivo es una sociedad en la cual exista unidad en la diversidad, luego, la estrategia misma del proyecto civilizatorio latinoamericano tiene que admitir y fomentar la multiplicidad y la especificidad cultural, antes que sea demasiado tarde (Varese, 1979: 370-371). Si bien ya no hay espacio político, ni social, ni cultural para soñar con el regreso al Tawantinsuyo,[2] tampoco podrá obviarse el aporte innegable de los pueblos indígenas al modelo en gestación y su participación libre y activa en la construcción del mismo.

Con respecto a la gestión de apoyos exteriores y/o a la política de alianzas (coyunturales o permanentes y en ocasiones imprescindibles) con fuerzas ajenas al movimiento indio y sus potenciales efectos distorsivos en la percepción del resto de la sociedad sobre los objetivos que históricamente su lucha persigue; a la que, en consecuencia, se la sospechará infeccionada por intereses extraños (situación que será aprovechada por sus detractores para desvirtuarla), puede ser útil tener presente las siguientes palabras de Antonio Gramsci: "Admitiendo que hagamos lo que hagamos siempre hacemos el juego de alguien, lo importante es intentar por todos los medios hacer bien nuestro propio juego, es decir, vencer netamente" (2012: 107-108). En línea con lo dicho, creemos que para llevar adelante una estrategia de estas características es fundamental que la organización indígena que la asuma no resigne el liderazgo y control de la misma, evitando someterse así a un rol de simple seguidismo que a la postre menoscabe el "propio juego" del que habla Gramsci.

2

Los balbuceantes pasos iniciales dados por los pueblos indios a partir de la década de 1970, en pos de alcanzar una mínima organización política que los aglutine y sirva a su propósito de reorganizar la sociedad sobre las bases que su revolución reclama, están arrojando sus primeros frutos en algunos países de América latina. La fuerza de la incipiente unidad de los pueblos indígenas de Ecuador y Bolivia, por siglos dormida en sus fragmentadas conciencias, ha mostrado un poder de transformación capaz de conmover los cimientos del orden instituido en los Andes desde la Colonia. La Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE) y la Central Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), dos organizaciones emblemáticas del movimiento indígena sudamericano, han logrado en los últimos tiempos una sólida capacidad de organización y movilización, y un importante capital político al que los partidos tradicionales aún no han podido acceder (más allá de la cooptación de algunos dirigentes o de los desgastantes conflictos internos entre éstos, en ocasiones incentivados desde afuera [Quispe, 2003: 11]). Esta legitimidad de origen y representación les otorgó un protagonismo determinante dentro de los movimientos de resistencia civil de ambas naciones, quienes en los últimos años han jaqueado en reiteradas oportunidades a los gobiernos de turno. En una región del subcontinente permanentemente asediada por el fantasma de la insurrección indígena y popular, se ha pretendido explicar estas recurrentes convulsiones como fruto de la ausencia de Estado y por ende de políticas de contención y desarrollo social en amplios sectores de la población. Si bien coincidimos con la apreciación sobre el rol del factor socioeconómico como disparador de determinados conflictos de carácter coyuntural, en nuestra opinión la naturaleza de la cuestión andina es más profunda y compleja y no estaría tan directamente relacionada con la “ausencia”, sino con la “ilegitimidad” del Estado. El modelo de fractura social instaurado en América desde tiempos coloniales -como arriba se dijo- y la secular acumulación de tensiones entre las diversas identidades históricas que conforman la nacionalidad boliviana y ecuatoriana, sumadas a un estándar político-administrativo hegemónico que las excluye o ignora, ha ocasionado que estos Estados nacionales enfrenten serios problemas de legitimidad y su autoridad sea permanentemente cuestionada en aquellas regiones con fuerte presencia india. La creación de un nuevo Estado de carácter plurinacional, que contemple la existencia de espacios institucionales y territoriales donde la diversidad sociocultural pueda coexistir y florecer libre de intolerancias y de cualquier forma de colonialismo interno, será el desafío que no pocas naciones latinoamericanas deberán enfrentar de cara a los próximos 500 años.

3

En algunos países de América latina los pueblos originarios constituyen lo que técnicamente se ha denominado una “minoría sociológica”. Es decir, una mayoría demográfica a la que no se le reconoce, en términos de poder, su condición de tal. Es evidente que una situación de esta naturaleza y de tan antigua data (más de cinco siglos), esconde una fenomenal falsificación histórica que tiene por herederas y responsables directas –por acción u omisión-, a las sociedades nacionales y sus redivivas democracias. La justificación ideológica a este fraude nació en los lejanos tiempos de la Conquista de América y se fue reproduciendo a través de una educación etnocéntrica y prejuiciosa que hace eje en los valores culturales europeos y que descalifica sistemáticamente toda forma de cultura u organización india.[3] De esta manera el conquistador asumió, por propia imposición, la conducción de los destinos de pueblos que, a sus ojos, debían reformularse o incluso desaparecer como tales, por su propio bien. La verdad objetiva de aquella relación antidialógica, es decir de sujeto (el conquistador) a objeto (los indígenas), tenía su razón de ser en un plan de apropiación, explotación y, en no pocas ocasiones, de exterminio indígena, en beneficio de una “civilización” de la que, obviamente, los pueblos indios no formaban parte.

Los diversos procesos histórico-sociales que fueron configurando a los Estados nacionales latinoamericanos tal cual los conocemos hoy, dieron origen también a formas societales occidentalizadas en las cuales los pueblos indios fueron políticamente condenados a un ostracismo expectante. Sólo cuando fue necesario proveer “carne de cañón”, ya sea en las luchas por la independencia nacional o en las posteriores guerras intestinas, los indios volvían a cobrar protagonismo histórico, el que se desvanecía tan pronto las elites criollas gobernantes, puesto a resguardo sus intereses, decidían firmar la paz.

En países como Guatemala o Bolivia, por ejemplo, donde los pueblos indígenas son una clara mayoría demográfica, la participación de los mismos en la distribución de las riquezas y en cuotas de poder es mínima. No obstante haberse constituido como repúblicas democráticas, importantes sectores de sus poblaciones han quedado excluidos de los derechos que como ciudadanos diferenciados (discriminación positiva) las constituciones de sus respectivos países les deberían observar, porque no convenía a los intereses de la “mayoría sociológica” el acceso de éstos al poder. Recién en fecha tan cercana como diciembre de 2007, y a partir de la llegada del aymara Evo Morales a la presidencia de la nación, Bolivia introdujo en su nueva Carta Magna un repertorio de articulados significativos en materia de reconocimiento de derechos indios, que tienen como objeto refundar el Estado boliviano y terminar con el colonialismo interno que excluyó a la mayoría indígena del país.[4] Mientras que en Guatemala, previo a la firma del “Acuerdo de Paz Firme y Duradera” celebrado el 29 de diciembre de 1996 entre la administración del presidente Álvaro Arzú y la guerrilla de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG),[5] que puso fin a la guerra interna; el 31 de marzo de 1995 se subscribió el “Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas”, en el que el gobierno se comprometió a incorporar una serie de reformas constitucionales con el objeto de reconocer los derechos de las etnias de este país centroamericano. (Véase Anexo Documental I.)

Aunque los Estados latinoamericanos admiten la pluralidad étnica existente al interior de sus fronteras, no le reconocen legitimidad política (los indígenas se consideran “pueblos” o “naciones” con pleno derecho al autogobierno), asignándole un carácter residual y transitorio, ya que en sus proyectos de nación la homogeneidad racial, lingüística y cultural constituye el objetivo fundamental. Como resultado de aquellos artilugios políticos, muchos países de América latina enfrentan hoy serios problemas de legitimidad estatal e integración social, los que los acercan peligrosamente a la fragmentación nacional. La deliberada voluntad de cada comunidad étnica de permanecer como Nosotros indiviso y autónomo –dice Pierre Clastres-, alienta el rechazo a la alienación que les impone la exonomía del Estado (2004: 74-76). Es sobre este fondo de injusticia y marginación que se recorta con nítidos contornos la amenaza de insurrección étnica, la que habrá de seguir latente hasta tanto las condiciones objetivas que la provocan no desaparezcan.

La presión del estrangulamiento sociocultural, económico y político al que se ha sometido a grandes contingentes poblacionales indígenas por demasiados años, los conducirá, más temprano que tarde, a plantearse la cuestión de la toma del poder o un creciente  ejercicio del mismo vía una mayor autonomía frente al Estado nacional, como herramienta imprescindible para revertir la situación endocolonial a la que se hallan sometidos, y para la posterior construcción de las nuevas relaciones sociales y políticas que su revolución persigue.

La vía institucional para la conquista del poder, es decir la concientización y organización de las masas indígenas con el propósito de consolidar un movimiento político que sintetice las aspiraciones del pueblo indio –altamente heterogéneo en sí mismo- y la posterior participación dentro del sistema político nacional, es vista con escepticismo y desconfianza, debido a que no les ofrece ni la forma ni las garantías suficientes. O sencillamente desechada por tratarse, en la generalidad de los casos, de minorías sin posibilidades ciertas de competir electoralmente en democracias de tipo representativas, cuyo principio de mayoría no es compatible con sociedades étnicamente segmentadas; lo que suele traducirse en un elevado índice de abstencionismo en los actos comiciales, tanto nacionales como estatales o locales.[6] “La viabilidad de sus culturas societales –reflexiona sobre la situación de las minorías nacionales en las democracias occidentales Will Kymlicka- puede verse alterada por decisiones económicas y políticas tomadas por la mayoría. Los recursos y las políticas cruciales para la supervivencia de las culturas societales de dichas minorías nacionales pueden ser subestimadas o infravaloradas, un problema al que no se enfrentan los miembros de las culturas mayoritarias. Habida cuenta de la importancia de la pertenencia cultural, se trata de una desigualdad importante que, de no corregirse, deviene una grave injusticia” (1996: 153). Con el objeto de superar esta situación de inequidad, se ha sugerido la conveniencia de adoptar una forma de democracia que contemple el principio de concordancia, entre cuyos ideales fundamentales figuran un más equitativo reparto del poder (power-sharing) y un alto grado de autonomía interna para los segmentos constitutivos de la sociedad global (Krumwiede, 1999: 122).

Una mujer indígena vota en las elecciones de Ecuador (foto: Dolores Ochoa/AP).

La aceptación del definitivo fracaso de la política indigenista oficial para “integrar” a los pueblos indios canibalizándolos (proceso de asimilación/ladinización), debe ser el consenso básico desde el cual se construya la nueva relación que reclaman las organizaciones indígenas. Ya no podrá buscarse más la incorporación india al sistema político nacional bajo las inaceptables condiciones que unilateralmente éste les impone, sino que será el propio sistema político nacional el que deberá reformularse con el propósito de dar cabida a todas las expresiones socioculturales y políticas que hacen a su realidad, logrando así legitimarse y estabilizarse. Paralelamente, la consolidación de una situación de ausencia de conflictos internos alejará al gobierno central de cualquier tipo de tentación autoritaria.

4

La autonomía regional (con sus escalas internas: comunal y municipal) será para los pueblos aborígenes la clave para llegar a una autodeterminación integral, ya que la misma implicará el dominio del territorio indígena (y los recursos naturales en él existentes) y la participación decisoria e igualitaria en el control de sus asuntos. La elección libre y consciente de la dirección que ellos asuman en la formulación, ejecución, evaluación y modificación de políticas o programas que los conciernan, materializados a través del autogobierno, los constituirá en sujetos y protagonistas principales de su propio destino. Todo otro modo o forma de cambio cultural deberá ser desechado por aculturativo y colonialista.[7]

Contrariamente a lo que algunos Estados nacionales han supuesto, no sin mala fe, la autodeterminación indígena no encubre una pretensión secesionista que traiga como resultado la "balcanización" del país; sino que, siguiendo una lógica intercultural, busca en lo nacional (y/o regional-local) un espacio de encuentro, diálogo y negociación de la multiculturalidad, en tanto que en lo demás cada etnia seguiría su propia vía de organización y desarrollo. Donald Rojas, ex presidente del Consejo Mundial de Pueblos Indígenas (CMPI), explica que los pueblos indios pretenden la autodeterminación, “aunque no en la forma de un Estado político independiente, ya que nuestros Estados políticos fueron eliminados hace tiempo. Buscamos las condiciones de poder continuar desarrollando nuestras culturas dentro de los esquemas de relaciones humanas dados. La nuestra es una lucha política, más no por el poder de dominar a otros, sino por la oportunidad de controlar nuestro ser colectivo” (1991: 19). Tal como algunos especialistas lo han señalado con acierto, la autonomía como régimen para la convivencia de la plurinacionalidad garantiza unidad y diversidad, al propio tiempo que salvaguarda la convivencia democrática dentro de las fronteras estatales (Díaz-Polanco, 1998: s/n).

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El mantenimiento y defensa, por parte de los grupos étnicos americanos, de sus identidades básicas durante los pasados cinco siglos, resistiendo, a veces violentamente, al modelo impuesto por Occidente, no ha sido por locura o desesperación, sino por convicción razonada y emoción. Por tener la certeza que sólo así tendrían una oportunidad para sobrevivir como entidades étnicas diferenciadas, y además porque, en definitiva, eran sus deseos y los asistía el derecho. Hoy, la recuperación reivindicativa de esa historia negada y bastardeada se constituye en el aspecto crítico de una lucha que también los compromete con el futuro, ya que, como lo sintetizara Guillermo Bonfil Batalla, “La agresión más feroz del colonizador ha sido despojarlos de su historia, porque sin historia no se es y con una historia falsa, ajena, se es otro pero no uno mismo” (1992: 84). Si, como el historiador Jean Chesneaux decía, “el pasado es un fondeadero de las luchas del presente” (en Azcuy Ameghino, 1990: 43), deberemos, pues, reconstruir solidariamente nuestra historia común para, solidariamente, construir nuestro destino compartido; comprendiendo que las disimilitudes socioculturales son el resultado de búsquedas divergentes y no el producto del retraso evolutivo de unas (indígenas) con respecto a la otra (occidental).

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El avance de la “aldea global” o “mundialización” de la civilización euroccidental, tecnificada e informatizada, sobre las diversas identidades étnicas, a través de la expansión de su poder económico-financiero y sistemas de control político y social, augura la completa asimilación y muerte cultural de lo diferente. “Tenemos presente –anota Néstor García Canclini- que en este tiempo de diseminación posmoderna y descentralización democratizadora también crecen las formas más concentradas de acumulación de poder y centralización transnacional de la cultura que la humanidad ha conocido” (1992: 25). El capital simbólico de la cultura de elite, tanto extrarregional como sus proyecciones locales, es presentado por ésta como paradigma planetario con el objetivo de unificar, masificar, usos y costumbres, valores e ideas, generando mercados y espacios propicios para sus intereses político-económicos.

Los medios de comunicación social (mass-media), como factor operativo gravitante en este proceso, operan básicamente sobre dos vertientes fundamentales: la cultura y la sociedad, las cuales a su vez se entrecruzan e influyen mutuamente. En la esfera de lo cultural, la visión degradada de su propio universo cultural se produce como efecto previo a la pérdida de los valores étnicos tradicionales y la posterior internalización de la ideología del grupo dominante, formándose en consecuencia una identidad negativa con respecto a su origen étnico. En el marco de lo social, el rompimiento del ethos tribal determina la desintegración como grupo socialmente organizado, expulsando a sus miembros, como una fuerza centrífuga, hacia los centros urbanos, para ulteriormente concentrarlos en la periferia de las grandes ciudades en un proceso de suburbanización forjador de las paupérrimas “villas miserias”, “callampas”, “jacales”, “cantegriles”, “ciudades perdidas”, etc., en las que un nuevo código sociocultural habrá de nacer signado por la marginalidad y la pobreza extrema.

La discriminación hace su aparición aquí como consecuencia del desajuste cultural entre los mapas cognitivos de estos grupos subalternos y el modelo impuesto por el universo simbólico dominante, segregando, por tal motivo, a los contenidos étnicos (y sus proyecciones populares) de la comunicación social. O, en el mejor de los casos, manipulándolos como mercancías espurias, subproductos culturales degradados y despolitizados destinados al consumo masivo y a la consiguiente profundización del proceso de subyugación cultural antes mencionado.

Movidos por el deterioro de su autovaloración, producto de los sistemas de coacción ideológica, traducidos en la adopción de la conciencia del otro (Ribeiro, 1985: 73); buscan la adscripción voluntaria al grupo dominante en el que, en definitiva, jamás se los aceptará como miembros integrales porque en el mantenimiento de la discriminación subyace la justificación de la dominación (Bonfil Batalla, 1990: 121). El desprecio al que a estos grupos socioculturales se somete obra sobre la base de los prejuicios de “apariencia” y de “clase”, además, claro está, del “prejuicio cultural” que venimos estudiando. El Profesor Oracy Nogueira define al primero como la exclusión del grupo blanco de un individuo a partir de su apariencia física: color de la piel, tipo de nariz, textura del cabello, etcétera (en Bastide, 1973: 40). En tanto que el segundo prejuicio, más evidente en los países con altos porcentajes de miscigenación, no tiene que ver con las razas, sino con la división en clases sociales; interponiendo profundas brechas entre los sectores oprimidos y las clases dominantes. Pero en las estructuras sociales de las Américas Pobres, donde como resultado de la dominación y explotación colonial y neocolonial existe una casi exacta correspondencia entre la división por clases y la división por etnias, el prejuicio racial adopta muy frecuentemente la forma del prejuicio de clase (Bastide, 1973: 19).

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La educación es otra de las coordenadas que opera dentro de un sistema  interdependiente más vasto, engendrando una situación de subalternización y expoliación que se reproduce perpetuándose. Los planes de estudio escolares postulan una igualdad capciosa persiguiendo integrar a los indígenas a las sociedades nacionales, diluyendo sus identidades étnicas y exponiéndolos a una violencia social y cultural que los estigmatiza como seres inferiores sobre los que se admite todo tipo de abusos. La enseñanza bilingüe y bicultural que la realidad indígena impone como una necesidad imperiosa, aunque no suficiente (“el alfabeto no redime al indio”, decía José Carlos Mariátegui [1972: 11]), resalta el divorcio existente entre los propósitos asimilacionistas de los centros educativos oficiales y las especificidades etnoculturales que los grupos autóctonos pretenden salvaguardar como clave para su propia supervivencia. A partir del supuesto básico de que todos los hombres son iguales, el sistema educativo formal negó el derecho a la diversidad cultural, intentando, a través del llamado curriculum oculto, destruir la comunión del indígena con su universo normativo, desnudándolo de contenidos y valores propios, para luego imponerle un ropaje ajeno útil a los intereses de las burguesías nacionales. “Como resultado –opina la antropóloga Isabel Hernández- se obtiene que el niño o el adolescente indígena, al sentirse por una parte llamado a identificarse culturalmente con la sociedad nacional y por otro rechazado y discriminado por ser indio, oscila entre autoafirmarse como aborigen o negar su identidad, y así se conflictúa introducido en un juego de dos identidades que lo atraen y lo rechazan alternativamente” (1984: 35). Los consecuentes efectos negativos de este método esquizofrénico se manifiestan principalmente en la situación de inferioridad a la que se hallan sometidos los alumnos indios con respecto al proceso educativo formal y sus compañeros no-indígenas, contribuyendo de esta manera, junto a la sempiterna falta de materiales adecuados para una educación que contemple sus especificidades, al bajo rendimiento, el ausentismo y/o la deserción escolar, reproduciendo un estado de cosas que tiende así a perpetuarse (ibídem). Los indígenas, por su parte, deconstruyendo esta concepción aculturadora afirman: "tenemos derecho a ser distintos porque somos iguales" (mensaje de los indígenas de América latina al papa Juan Pablo II. Izamal, Yucatán, México, 12 de agosto de 1993), y demandan en cambio una educación pública de gestión comunitaria (se refiere específicamente a la intervención de los consejos comunitarios indígenas en la co-dirección, la elaboración de contenidos y en la designación del plantel docente), bilingüe e intercultural. Este reclamo se justifica en parte por la desconexión existente entre los contenidos curriculares y la realidad que se vive en las comunidades indígenas, lo que ha provocado que la escuela, como "motor para la movilidad social", se constituya en una expulsora de los miembros escolarizados de las mismas ya que los prepara para actuar en un mundo ajeno a las formas culturales que les son propias. De manera que para mejorar su calidad de vida los jóvenes deben abandonar sus comunidades de origen, a las que difícilmente regresen (Bermúdez Urbina y Núñez Patiño, 2009: 124).

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Encarnizadamente combatidos en su originalidad y disparidad espiritual, gran parte de las creencias tradicionales nativas cayeron en el olvido, en tanto que una indeterminada porción de las mismas subsiste bajo formas sincréticas o mimetizada con la iconografía y el ritual que los invasores les impusieron. El etnocidio que las diferentes ordenes religiosas practican entre los indígenas, coacciona sobre el sistema religioso-cultural de estos pueblos mutando el perfil básico de la cultura, es decir, las referencias de sentido mítico-religiosas que concedían plenitud al actuar del hombre (Novati, 1984: 18), vaciándolos espiritualmente y disponiéndolos, de esta manera, para introyectar una ideología autoritaria, dogmática e intolerante que los desvaloriza y socava en su heterogeneidad cultural.

En las décadas de 1970-80, desde diversos grupos sociales y académicos (fundamentalmente sociólogos y antropólogos) latinoamericanos se fueron alzando voces para denunciar las actividades y expansión de las sectas evangélicas fundamentalistas estadounidenses y los efectos destructivos de su trabajo sobre las culturas indígenas, lo que condujo a una mayor toma de conciencia con respecto al tema, aunque el panorama en las comunidades no se modificara sustancialmente (Löwy, 1999: 145 y ss.). Paralelamente, con la penetración de los misioneros protestantes surgieron conflictos interrreligiosos entre éstos y las distintas órdenes católicas, los que en ocasiones afectaron de manera directa a las comunidades indígenas provocando enfrentamientos y divisiones. (Estos conflictos, de carácter ecuménico, tendieron a generalizarse debido a que, como lo indicó la Comandancia General de la URNG en uno de sus documentos, las Iglesias cristianas ejercen una influencia política e ideológica que atraviesa fronteras sociales, de clase y étnicas [1988: 153].)

Sin duda la religión fue y es el campo de batalla donde tienen lugar las mayores disputas ideológicas. En América latina, el pentecostalismo vive hoy (en su versión "neo") una rápida expansión entre las comunidades aborígenes e incluso ha cambiado la valoración que desde las academias antes mencionadas -o de una parte considerable de ellas- se hace de su acción pastoral, visualizándoselo ahora como fundamento del revivalismo cultural indígena. Así, se ha sostenido observar una identificación entre el culto pentecostal nativo (con su cohorte de sanadores, profetas, tembladores, rezadores, extáticos y danzarines frenéticos) y el chamanismo tradicional (Bastian, 2005: 44-46).

No obstante la autoadscripción de importantes contingentes de indígenas a los nuevos movimientos religiosos neotestamentarios que aquí se menciona y del evidente resquebrajamiento de la hegemonía católica en la región, esta inédita situación no parecería inscribirse mayoritariamente en una auténtica identificación religiosa de las comunidades indias latinoamericanas con los principios teológicos del protestantismo (más allá de ciertas afinidades místico-rituales); sino que estaría originada por la búsqueda en la hipotética "flexibilidad y maleabilidad doctrinal" (Bastian, 2005: 47) evangélico-pentecostal de un refugio que facilite la recomposición de su universo simbólico. De esta manera, el fenómeno de la creciente membresía evangélica indígena formaría parte, en términos generales, de una estrategia mayor de resistencia étnica frente al agresivo colonialismo interno de la sociedad dominante y sus posibles aliados intraétnicos, identificados históricamente con el catolicismo romano.

Por su parte, en el marco de los preparativos para la conmemoración de los 500 años del Descubrimiento y Evangelización de América, los sectores más progresistas de la Iglesia católica solicitaron la creación de un punto de inflexión en la larga e infecunda acción indigenista que la institución realiza, y reclamaron que se reconozca humildemente la culpa y se ponga en práctica una verdadera libertad religiosa (De Nevares, 1990: 193-194).

Como bien lo señaló Fanon, “La Iglesia en las colonias es una Iglesia de blancos, una Iglesia de extranjeros. No llama al hombre colonizado al camino de Dios sino al camino del Blanco, del amo, del opresor. Y, como se sabe, en esta historia son muchos los llamados y pocos los elegidos” (2009: 36-37).

Los esfuerzos de la Diócesis de San Cristóbal de las Casas en Chiapas, México, en el sentido de coadyuvar a la gestación de una “Iglesia autóctona” dentro de las comunidades indias de su influencia que respete y promueva el apego de éstas a sus propias raíces culturales y cosmovisión (Valtierra-Zamudio, 2012: 74-89), marcan una línea de acción pastoral divergente con la política tradicional que en este sentido la Iglesia católica lleva adelante en América latina.

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La proclamada cultura universal (interactiva y dialógica[8]) se convierte así en la universalización de Una cultura (occidental y hegemónica), autodesignada conciencia moral del mundo. “La experiencia –apunta Guillermo Magrassi- debiera habernos enseñado que no hay palabra, idea, imagen, gesto, que posea toda la verdad, y que si no hay visiones y formas distintas con las cuales cotejar la propia, el avanzar hacia porciones cada vez mayores de verdad se hace imposible y es demasiado fácil caer en el autoengaño, la ilusión, la alienación” (1982: 48).

Otro equívoco común, debido a la rapidez con la que se suceden las invenciones en estos tiempos, consiste en creer que la cultura euroccidental ha sido producto principalmente de la autocreación. Es interesante observar que la supuesta unicidad cultural que se pretende oponer, desde las trincheras del Occidente judeocristiano, al “caos” de la multiplicidad étnica del Tercer Mundo, esconde el hecho histórico de que ella misma supo enriquecerse con la diversidad cultural durante milenios de contactos e intercambios, los que en ocasiones no excluyeron el “espionaje”. Ralph Linton opinaba que es posible que no exista una cultura en nuestros días que deba más de un 10% del total de sus elementos a invenciones efectuadas por los miembros de su propia sociedad (1982: 317).

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América latina y el área caribeña constituyen el escenario geopolítico en el que vive, se reproduce, crea, se desarrolla y sueña un vasto contingente humano heterogéneo, que, como hemos venido observando, lucha por la defensa de sus identidades históricas diversas, contraponiéndolas, a manera de “último confín”, a la expansión hegemónica de las poderosas usinas culturales de Occidente. Analicemos ahora, someramente, los guarismos que evidencian esta compleja realidad demográfica: Guillermo Magrassi calcula la conformación étnico-racial latinoamericana para 1980, sobre 360 millones de habitantes, en 10% de indígenas, 30% de mestizos e indios ladinizados, 24% de negros y mulatos y 36% de blancos, ablanqueados y otros (1982: 30). Toda esta fecunda humanidad tiene su correlato en el campo de la especificidad cultural y la originalidad lingüística, lo que dio origen a la desmovilizante tesis de la “Babel americana”. Advertidos de este potencial, no sólo étnico, sino incluso revolucionario, desde los sectores más reaccionarios, tanto endógenos como exógenos, se ha intentado presentar -como lo denunciaron las organizaciones indígenas de América latina en la Segunda Reunión de Barbados en 1977- “un cuadro de extremada fragmentación dialectal y lingüística, tratando de demostrar la inviabilidad de la formación de unidades lingüísticas estandarizadas, esenciales para el despegue de proyectos políticos de liberación de los pueblos indios, (...) (y a su vez) sustentar la ideología del carácter ahistórico, estático y regresivo de las lenguas indígenas, según la cual éstas serían incapaces de absorber dinámicamente las nuevas experiencias colectivas que confrontan los pueblos oprimidos. En otros términos, se les niega la posibilidad de una interpretación propia tanto conceptual como lingüística, de la dinámica social y de la naturaleza” (Doc. de la Segunda Reunión de Barbados, 1979: 399).

11

El modelo de modernidad neoliberal impuesto en la década de 1990 por los países centrales a las naciones de la periferia americana, a través de sus organismos económicos-financieros (FMI + BM + BID + OMC + multinacionales) y sus recetas de reconversión, concentración y ajustes salvajes, acentuaron las desigualdades distributivas del ingreso per cápita.[9] Mientras una ínfima porción más rica mantuvo o acrecentó sus ingresos, la inmensa mayoría vio reducirse los suyos, agudizándose los contrastes entre ricos y pobres. También aumentaron los porcentajes de población que viven en la extrema pobreza, reinvirtiéndose la tendencia de las tres décadas de posguerra (1945-1975). En la actualidad los pobres urbanos de América latina, en su mayoría migrantes internos, son todavía más pobres que los pobres rurales (R. Acción, 19/12/1991: 8-9). Por su parte, la usuraria deuda externa latinoamericana acumula ya 700.000 millones de dólares, lo que equivale a más de dos años de todas las exportaciones de la región (Relea, 1999: 22).

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En este cambio de milenio, signado por la violencia étnica, los miopes profetas del universalismo hegemónico deberían comprender definitivamente que el futuro de una convivencia más justa y pacífica entre los pueblos habrá de reposar en el respeto irrestricto del derecho a la diversidad, y en la creación del marco institucional en el que tenga posibilidades de ser y fructificar. En tanto que el espacio para el encuentro de la multietnicidad y la pluriculturalidad, expresiones cabales de la auténtica riqueza de la humanidad, se concretará, como lo expresara el antropólogo francés Robert Jaulin (1970), a partir del diálogo entre las partes y la renuncia insoslayable de cada una de ellas a aspirar a la totalidad; generando así un modelo multidimensional en el que la interacción dialógica sea la norma que rija las relaciones interétnicas.

(Continúa en LA EXPLOTACIÓN)


[1] La socióloga Aracely Burguete señala que en la región de los Altos de Chiapas, México, “un embrión de algo que podría ser una pequeña burguesía indígena emergente se ha apropiado de extensiones importantes de tierra, ejerce presiones políticas para el control del agua para el riego y adicionalmente tiene dominio sobre los mercados locales y regionales, sobre las rutas de transporte y sobre el capital usurero. Poder económico que se combina con el control político que, también este grupo suele ejercer, apoyado por las estructuras de poder gubernamental y del partido oficial”. (México: Experiencias de Autonomía Indígena. Coord. Burguete Cal y Mayor, Aracely. Documento IWGIA Nº 28. Copenhague, 1999. Pág. 292).
[2] No estamos negando el valor del Tawantinsuyo como fuente de inspiración ideológica para el movimiento  político indio. En lo que no creemos, es en la posibilidad de la restauración mecánica de un sistema cristalizado, y por ende divorciado en muchos aspectos de las condiciones objetivas de la realidad actual de los pueblos indígenas andinos. El intelectual peruano José Carlos Mariátegui decía al respecto: “Las generaciones constructivas sienten el pasado como una raíz, como una causa. Jamás lo sienten como un programa” (Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Editorial Gorla. Buenos Aires, 2005. Pág. 258).
[3] Héctor Díaz Polanco sostiene que aún en la actualidad: “Toda forma de organización en la que se utilizan procedimientos colectivos para la toma de decisiones, se ejerce la autoridad como servicio, funcionan los controles internos de los recursos, se practica la reciprocidad, etcétera, es vista con sospecha y sobresalto por los profetas de la globalización neoliberal” (La Rebelión Zapatista y la Autonomía. Siglo XXI Editores. México, 1997. Pág. 26).
[4] La Nueva Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia fue aprobada en Oruro por la Asamblea Constituyente el 9 de diciembre de 2007, y posteriormente sometida a referéndum popular el 25 de enero de 2009, donde fue ratificada por el 61,43% de los votos emitidos. El largo y conflictivo proceso de elaboración del nuevo texto constitucional, finalmente promulgado el 7 de febrero de 2009, estuvo signado por una fuerte, y por momentos violenta, oposición de los sectores autonomistas de los ricos departamentos del oriente; refractarios a buena parte de los postulados más substanciales que en ella pretendían introducir los constituyentes ideológicamente alineados con el presidente Morales. Con el paso de los años el proceso de reformulación del Estado boliviano (especialmente en el tema autonomías indígenas), según opinión de algunos observadores, demostró no ser tal, ralentizado por trabas burocráticas implementadas por el gobierno del MAS que entorpecieron su efectiva puesta en marcha.
[5] La coordinadora guerrillera URNG, constituida el 7 de febrero de 1982, estaba integrada por cuatro grupos insurgentes: el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA) y la fracción Núcleo de Dirección Nacional del Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT-NDN).
[6] El triunfo en las elecciones bolivianas de diciembre de 2005 de Evo Morales Ayma, primer presidente indígena de este país, con un 53,7% de los votos emitidos y una participación que ascendió al 84% del electorado, marca un cambio sustantivo en la actitud de los pueblos indígenas –al menos de los demográficamente significativos- hacia los procesos electorales como instrumentos de cambio.
[7] El informe Cobo, presentado en las Naciones Unidas, ha dejado perfectamente aclarado que este principio fundamental se aplica tanto a los pueblos dentro de un Estado, como a los pueblos colonizados fuera de éste (Martínez Cobo, José: Estudio del Problema de Discriminación Contra las Poblaciones Indígenas. ONU. Ginebra, 1983).
[8] En el sentido que le da Todorov al término, cuando dice que dialogando con el otro sin imposiciones, "le reconozco una calidad de sujeto, comparable con el sujeto que yo soy" (La Conquista de América. El Problema del Otro. Siglo XXI editores. Buenos Aires, 2003. Pág. 143).
[9] Según un estudio del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) denominado “Hacia una Democracia de Ciudadanas y Ciudadanos”, presentado en septiembre de 2004 en México, de la experiencia de gobierno de los jefes de Estado latinoamericanos consultados surge que las mayores presiones sobre la autonomía de las decisiones presidenciales provienen del gobierno de Estados Unidos y los organismos multilaterales de crédito, las que son valoradas negativamente en todos los casos (Verbitsky, Horacio: ¿Quién Manda en Latinoamérica? Diario Página/12. Buenos Aires, 19/09/2004).


CÓMO CITAR ESTE ENSAYO:

FAVA, Jorge: 2019 [2013], "La Revolución Seminal. Una lucha por la tierra, la identidad y la autodeterminación". Disponible en línea: <www.larevolucionseminal.blogspot.com.ar/2013/10/la-diversidad.html>. [Fecha de la consulta: día/mes/año].

LA EXPLOTACIÓN

Relaciones Interétnicas de Producción en América Latina 


“El indígena no es un obstáculo para el progreso
del país, pero tampoco será su carne de cañón. El
problema no radica en la diversidad étnica, sino en
la desigualdad y la explotación que mantiene a...
millones de personas fuera de la riqueza social”
Declaración de Temoaya. México, 1979.


1. Introducción

Según estimaciones realizadas en la década del ’50, el total de indígenas que vivían por aquel entonces en América latina alcanzaba aproximadamente a unos 30 millones de personas, distribuidos de forma irregular entre los Estados-nación que integran esta región del planeta. En Bolivia y Guatemala, por ejemplo, la población aborigen alcanzaba el 55% del total nacional, en Perú y Ecuador ascendía al 40%, en tanto que en México y El Salvador se aproximaba al 20%. En el resto de los países la proporción de indígenas estaba por debajo del 6% (Hernández, 1984: 14). De acuerdo a cifras dadas a conocer en 1968 por el Departamento de Misiones de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM), se conjeturaba que la cantidad de indígenas en la región era de aproximadamente 26.028.072 personas, como sinónimo de datos obtenidos a través de medios oficiales, y de 43.485.410, como sinónimo de mayores posibilidades de exactitud. Por su parte, la antropóloga argentina Isabel Hernández estimaba que la población india de América latina para 1970-77 acumulaba un porcentaje sobre el total global de 10,9%, no sin advertir sobre las múltiples imprecisiones de los datos estadísticos en materia de población aborigen (1985: 59-62). Evaluaciones más recientes arrojan cifras que superan los 40 millones de individuos, desigualmente distribuidos entre 409 grupos étnicos (Jordán Pando, 1990). Datos sujetos a corrección a partir de la realización de un nuevo y más completo censo que incluya desagregación por condición étnica, contemplando todas las facetas de la misma.

Históricamente los censos sobre población autóctona en América latina han mostrado guarismos que se evidencian muy inferiores a la realidad demográfica y estadística de estos pueblos. Las causas habrá que buscarlas en tres aspectos fundamentales sobre los que gira la temática indígena cuando de números se habla:

a) Lo inaccesible de algunas comunidades y/o unidades familiares, a las cuales no accedieron los prospectores censales;

b) La falta de unidad de criterio en cuanto al establecimiento de los principales indicadores de identificación étnica del sujeto a censar; y

c) Una pronunciada discriminación etno-cultural que abre un abismo de marginación y desprecio, negando a América latina su conformación básica multiétnica y pluricultural; buscándose, al propio tiempo, la minimización de la cuestión india en la región a través de la contracción de los números absolutos. “Un prurito –decía el intelectual argentino Ricardo Rojas- de ser nación exclusivamente blanca, eliminó a los indios (...) hasta de los censos" (en Magrassi, 1987: 7).

Intentaremos aquí una aproximación analítica a las relaciones interétnicas de producción latinoamericanas y a la condición de pueblos oprimidos y superexplotados de las etnias nativas que a través de aquellas se manifiesta.

2. La explotación de la mano de obra indígena

Pasadas la invasión y conquista española, ya en tiempos republicanos, los pueblos indígenas debieron soportar la pérdida de sus últimos territorios ancestrales como fruto del avance de los frentes de expansión de la sociedad nacional, para quien el indio era una amenaza y un obstáculo (Ribeiro, 1973: 3). Los aborígenes fueron así arrinconados en las denominadas “regiones de refugio”,[1] marginados y superexplotados en su doble condición de clase oprimida y étnico-cultural. La absorción por parte del mercado capitalista de los escasos márgenes de ganancia por la producción de valores de cambio y la apropiación de las utilidades como fuerza de trabajo asalariada, se suma a la discriminación racial y cultural, más sutil pero también más traumática, que se objetiva y reproduce a través de las condiciones abusivas de la contratación de mano de obra indígena y la imposición de un sistema educativo y religioso que agrede, corrompe y destruye la personalidad básica de los grupos étnicos, desdibujando su perfil cultural y social específico, destribalizándolos, y poniéndolos, en definitiva, a merced de los explotadores de turno. Se cierra este círculo infame con la tan ansiada –por los no indígenas- “asimilación” de los pueblos indios, la que lleva implícita la muerte cultural de los mismos.

Ni tan siquiera las yermas tierras que ocupan les pertenecen. La Mapú de los mapuches, la Ywy de los guaraníes, la Pacha de los quechuas y aymaras o la Tlalli de los mexicas, entre otros muchos casos, han sido adquiridas por poderosos grupos económicos o particulares enriquecidos que los contratan para el trabajo en ingenios, plantaciones, obrajes madereros, campos petroleros, establecimientos agropecuarios, minas y socavones, por magras pagas sin ningún beneficio social que los ampare, haciendo de la explotación una práctica habitual. Por su parte, las tierras que continúan siendo fiscales se tornan inaccesibles debido a la inoperancia, casi siempre interesada, de la burocracia indigenista oficial que transforma en quimérico cualquier intento de titularización o demarcación de territorio indígena. La no-tenencia de títulos de propiedad colectiva sobre las reducidas tierras que ocupan, crea en los grupos tribales un sentimiento de inseguridad y desconfianza, exponiéndolos a sorpresivos traslados y reubicaciones, generalmente a tierras de escaso valor productivo. La inexistencia de financiamiento oficial para planes de etnodesarrollo en las comunidades, o el manejo clientelar y corrupto de los mismos -cuando los hay-, imposibilita la tecnificación de la producción y desalienta cualquier iniciativa de capitalización.

2.1. Autoconsumo

Repacemos ahora, someramente, las dos principales modalidades de explotación etnoeconómicas de autoconsumo (extractiva y productiva) y sus áreas de influencia en América latina:

a) Caza, pesca y recolección: los alimentos de origen animal y vegetal que recolectan los pueblos de economía extractiva constituyen, según sean las características ecológicas del área en explotación, una fuente importante de recursos naturales para la dieta del grupo étnico, o simplemente un recurso subsidiario de la misma. Básicamente se recoge todo aquello que la experiencia acumulada por muchas generaciones enseña que es comestible, como por ejemplo: larvas, huevos (de aves y tortugas), médula de palmeras, raíces, miel silvestre, cacao, almejas de río, piñones de pehuén, etc. También se recolecta leña y excremento animal para encender fuego y hojas de bromeliáceas para la confección de hilados de fibra. En la puna andina cobra importancia el tráfico para el comercio de la sal de origen mineral. Por su parte, en las tórridas selvas tropicales las principales piezas de caza las constituyen los monos, ranas, lagartos, víboras, yacarés, pavos del monte, armadillos, venados, pecaríes, roedores, tortugas y tapires. En las llanuras y estepas: zorros, ciervos, corzuelas, guanacos y ñandúes. En todas las áreas se cazan aves y se utilizan diferentes técnicas tradicionales para la obtención de pescados de río y/o de mar. A excepción de lo que aún ocurre en las regiones aisladas, la caza y la pesca constituyen prácticas económicas en retracción, debido a la inescrupulosa explotación y depredación de las selvas y sus especies autóctonas realizada por unidades de producción capitalistas y cazadores furtivos, lo que ocasiona un grave perjuicio a la economía indígena.

b) Agricultura, horticultura y pastoralismo: entre los cultivadores tropicales de México, Centro y Sudamérica adquiere gran importancia la producción de mandioca (o yuca), jícama, maíz, poroto, ají, ñame, tabaco, cacao, maní, ananá, camote, diversas variedades de palmeras, banana, melón, sandía, zapallo, tomate, caña de azúcar, algodón, etc. En tanto, en las tierras áridas y semiáridas mesoamericanas, la trilogía maíz-fríjol-calabaza se constituye en la base de la agricultura de riego india. En las altiplanicies de los Andes meridionales el cultivo de la papa, la quínoa, las habas y la avena se complementa con el pastoreo de auquénidos (llamas y alpacas), ovinos y caprinos, con una trashumancia estacional muy intensa. Se advierte una escasa presencia de ganado vacuno. En el extremo sur del continente, en las desoladas tierras patagónicas, crianceros de ganadería menor, principalmente caprinos y ovinos, enfrentan condiciones ecológicas y climáticas muy duras que les imponen una ganadería de tipo extensiva con periódicos traslados entre las zonas de veranada e invernada, en procura de campos de pastoreo. El escaso número de ganado bovino, equino y mular está directamente relacionado con las pobres características del ecosistema.

2.2. Trabajo y excedente: formas de apropiación

¿Pero cuáles fueron las condiciones objetivas que llevaron a la actual situación de opresión? “El retraso –opina Marvin Harris- de vastas multitudes del campesinado del Nuevo Mundo, analfabetas, inhábiles, apartadas del siglo veinte y de sus brillantes progresos tecnológicos, no se produjo por sí solo. Estos millones (...) fueron entrenados, para desempeñar su papel en la historia del mundo, durante cuatro siglos (hoy ya suman cinco) de condicionamiento físico y mental” (1973: 159. La aclaración entre paréntesis es nuestra). Si para Lesley Simpson “la conquista de México fue la captura de la mano de obra nativa” (en Harris, 1973: 25), en el resto de los países de América latina la historia no fue muy diferente. Durante el período colonial, y aún con posterioridad a éste, destruida ya la estructura económica indígena, rigió las relaciones de producción la figura de la compulsión extraeconómica, estableciendo al trabajador “una obligación a rendir alguna forma de renta –servicios a prestar u obligaciones a pagar- por la fuerza. La compulsión es el modo de ser de ‘la fuerza’ utilizada en el establecimiento de una relación social con una cuota considerable de dependencia personal, (y) con un grado significativo de privación de la libertad personal del productor directo” (Azcuy Ameghino, 1990: 45). La esclavitud, el yanaconazgo, la encomienda y la mita fueron instituciones que imperaron en las colonias hispanoamericanas, y consumieron la vida de millones de indígenas.[2] Examinemos las características centrales de cada una de ellas y sus desarrollos posteriores.

Durante los últimos años del siglo XV y la primera mitad del XVI, los indígenas de las Antillas y de buena parte de las tierras bajas continentales fueron sometidos a un impiadoso régimen de esclavitud no institucionalizado, que posteriormente fue reemplazado por la encomienda; sistema contemporáneo de aquel e igualmente inhumano en la consecución del propósito de la apropiación y control de la fuerza de trabajo nativa. La abolición de la esclavitud fue acompañada por la imposición de restricciones en los alcances de la encomienda, que se materializaron a través de un conjunto de leyes promulgadas por la Corona española en 1542. Las Nuevas Leyes, como se las conoció, tenían como objeto último, más allá de consideraciones humanitarias, afirmar la soberanía de la Casa Real sobre las colonias americanas y proteger su derecho a percibir una parte sustancial de los tributos que allí se erogaban. Por su parte, la calculada misericordia del clero católico, que había abogado ante la Corte por el fin de la esclavitud, aparentemente preocupado por el trato brutal dispensado a los indios, e insistido sobre la obligatoriedad de la conversión de éstos al cristianismo, respondía en realidad al solapado designio de consolidar su autoridad en las colonias ultramarinas a través de la preservación y la sujeción espiritual del diezmado rebaño nativo (Harris, 1973: 26, 32, 34 y 35). En lo que respecta a las masas indígenas, en la práctica su penosa situación no varió significativamente, como veremos más adelante.

De procedencia incaica, el yanaconazgo (especie de prestación doméstica vitalicia) fue readaptado a las necesidades del conquistador, transformándose, según Adolfo Colombres, en un régimen de “servidumbre a la que se reducía a las tribus hostiles, (y que luego) fue extendido a tribus pacíficas, a las que se hacía la guerra arbitrariamente, acusándolas de falsos delitos” (1976: 30). Las prestaciones domésticas que el yanacona estaba obligado a brindar gratuitamente al patrón, fueron generalizadas a otros sectores de la población indígena con el objeto de abastecer la demanda que de estos servicios existía. De esta manera, los campesinos despojados de sus tierras fueron coercitivamente reclutados para realizar dichas tareas en las haciendas, las plantaciones y las ciudades.

En el sistema de encomienda, instituido en 1505 (Mira Caballos, 2000: 21 y ss.), la Corona le otorgaba a un súbdito español que se había destacado en la Conquista de los nuevos territorios un grupo de indios, o incluso pueblos enteros, en calidad de tributarios y servidores. A cambio, el encomendero se comprometía a dar cumplimiento a la principal exigencia que este instituto le imponía y que consistía en el adoctrinamiento en la fe católica de los indios a su cargo.[3] El encomendero podía exigir el tributo y el trabajo de los indígenas que le habían sido concedidos, pero, desde una perspectiva legal, ni éstos ni las tierras en que habitaban eran considerados de su propiedad (Díaz Polanco, 1991: 66). La naturaleza finita de la encomienda, que por lo general era trasladable por herencia sólo una vez (es decir que estaba vigente por “dos vidas”), potenció el carácter depredador de la misma, ya que el encomendero trataba de extraer la máxima ganancia en el menor tiempo posible sin reparar en las consecuencias trágicas, en término de perdida de vidas humanas, que esta práctica voraz y despiadada tenía entre los indígenas (Díaz Polanco, 1991: 66-67).[4]

Con el propósito de debilitar el alarmante poder acumulado por los encomenderos durante las cinco décadas posteriores al Descubrimiento, a mediados del siglo XVI la Corona transfirió de éstos últimos hacia los funcionarios reales la potestad de conscripción y distribución de la mano de obra indígena en las colonias. Para ello se sirvió de la mita (“turno” en quechua), un sistema de origen peruano que en tiempos del imperio inca “consistía en el establecimiento de un servicio personal obligatorio” (Baudin, 1972: 512), de carácter temporal y con la finalidad de servir en tareas de interés común. La mita fue así reestructurada con un sentido mercantilista, más propio del dogma económico hispano de aquella época, y se la conoció con diversos nombres, tales como: “repartimiento” o “coatequitl” en México y “mandamiento” en Guatemala. Su metodología era la siguiente: “Los funcionarios reales o ‘repartidores´ recibían las solicitudes de los encomenderos, los colonos, el clero, las autoridades reales e incluso de los caciques, procediendo entonces al reclutamiento forzoso de trabajadores indios para las tareas agrícolas, mineras, obras públicas y servicio doméstico” (Díaz Polanco, 1991: 69).[5] Debido a que en esta nueva modalidad la manutención y la reproducción de los migrantes forzados estaban a cargo de la economía indígena, ni siquiera los precarios mecanismos de protección propios de la esclavitud los colocaban a resguardo de la superexplotación, ya que esta no ponía en peligro una costosa inversión empresarial (Tandeter, 1992: 52). Las muertes masivas de indios mitayos durante los largos y brutales años de servicio en las minas de Potosí, Oruro (Bolivia), Huancavelica (Perú), Guanajuato y Zacatecas (México), constituyen un ejemplo paradigmático de la cruel e insaciable codicia que movía a los colonizadores.[6]

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En la etapa republicana, la desamortización de las posesiones rurales de la Iglesia católica y la aceleración del cambio de régimen de propiedad de la tierra india (de comunitario a privado), inspirados en la ideología liberal dominante entre los nacientes Estados nacionales latinoamericanos; sumados al vertiginoso descenso de la población nativa registrado durante el período colonial, consolidaron una serie de transformaciones en los modos de producción, dando origen a nuevas formas de explotación de la fuerza laboral aborigen.

El sistema de hacienda o finca (palabra que en Centroamérica designa tanto a una unidad de producción agrícola como a una ganadera), heredero de la encomienda y la servidumbre agraria del siglo XVI, se estructuró a partir de un largo proceso de usurpación de tierras indígenas que obligó a las comunidades campesinas[7] capturadas dentro de las nuevas fronteras de la hacienda, a trabajar gratuitamente en beneficio del hacendado para que éste les permitiera vivir dentro de su propiedad. Es durante el siglo XIX que este modelo de hacienda domina la escena económica de la región a través de las plantaciones y las fincas de tipo capitalista, productoras de café, banana, azúcar, maíz, ganado, etc., prolongando hasta bien entrado el siglo XX las odiosas relaciones de producción fundadas en las prestaciones serviles a las que se sometía a los llamados peones “acasillados”, es decir, “atados” a la hacienda. Un sector importante por su número,  surgido como resultado de la subdivisión de los resguardos indios, lo constituían los campesinos parcelarios, ex indígenas comuneros devenidos en propietarios de pequeñas parcelas que explotaban de manera individual y sobre las cuales debían soportar una carga impositiva. Buena parte de ellos, imposibilitados de mantener sus tierras bajo estas nuevas condiciones, terminaron siendo absorbidos por las grandes haciendas criollas. El resto de las comunidades, si bien no desaparecieron totalmente, quedaron como reducidos enclaves étnicos en zonas económicas marginales, aferradas a sus modos tradicionales de generación de riquezas. Una situación similar se registró en Guatemala, Perú, Bolivia y Ecuador. En la Argentina, gran cantidad de conas (guerreros) de las tribus mapuches y tehuelches de los caciques Sayhueque, Inacayal, Foyel y Chiquichan fueron desarraigados de su tierra patagónica y trasladados en 1885 como mano de obra forzada a los ingenios norteños, de donde no regresaron jamás. Otros entraron a servir como domésticos en las casas de la clase acomodada de Buenos Aires (Curruhuinca y Roux, 1986: 121). En 1899 el diputado Cabral exponía en el Congreso argentino que “Las maderas y las ceras que gastan los pobres y los ricos, y que representan millones de pesos, todos esos valores llevan el sello de la mano del indio” (D.S.D. 07/06/1899). En la apertura del período ordinario de sesiones de 1912, el presidente Roque Sáenz Peña desnudaba en el Parlamento su interesado humanismo: “La colonización indígena será objeto de mi preferente atención. Considero que en favor del buen trato y conservación de los indios militan no solo un mandato constitucional y razones de humanidad, sino otras muy interesantes de orden económico. El indígena es un elemento inapreciable para ciertas industrias, porque está aclimatado y supone la mano de obra barata, en condiciones de difícil competencia” (D.S.S. 07/06/1912). Tres años después, en 1915, el diputado socialista Alfredo Palacios denunciaba la inescrupulosa explotación de los braceros indígenas y sus infaustas consecuencias: “a los 25/30 años se observa en ellos, por efecto del trabajo penoso, de la alimentación deficiente, y del alcohol que los intoxica, una decadencia física que los marca con el estigma de la tuberculosis” (D.S.D. 25/06/1915). Durante el dilatado gobierno del presidente mexicano Porfirio Díaz (1876-1880; 1884-1911), los conflictos surgidos con los rebeldes yaquis de Sonora y mayas de Yucatán se resolvieron con el confinamiento de estos indígenas en los campos de trabajo forzado, donde dejaron sus huesos (Benjamin, 1995: 113). En Brasil, la Comisión Rondon sacó a la luz pública en 1916 la desoladora situación en la que ya en aquella temprana fecha se encontraban los indígenas paresi del Mato Grosso, cuya integración a la economía regional como extractores de productos forestales les significó el ser esclavizados por los colonos y perseguidos por los buscadores de caucho, quienes pretendían apropiarse del monopolio de la explotación del valioso polímero (Ribeiro, 1992: 128). Una situación similar se daba en la Amazonía peruana y colombiana con la práctica de la llamada "correría", la que consistía en la captura de nativos (cashivo, yaminahua, huarayo, wuitoto, ocaina, bora y otros) para utilizarlos como fuerza de trabajo esclava en la extracción del caucho.

El peonaje por deuda fue otra de las estratagemas expoliadoras utilizadas en el reclutamiento y control de la mano de obra indígena destinada a las haciendas, que en la segunda mitad del siglo XIX se institucionalizó social y económicamente (Benjamin, 1995: 52). Este método consistió en adelantar en crédito al trabajador, herramientas, ropa, comida, medicinas y demás productos a precios sobrevaluados, a la vez que se le asignaba una retribución económica por debajo de las posibilidades de cancelación de la deuda contraída con el patrón-proveedor. El efecto consecuente de este régimen perverso, se traducía en la servidumbre permanente del trabajador indígena con respecto al empleador capitalista. En ocasiones, al morir el jefe de familia sin haber podido saldar su deuda, la obligación era heredada por los hijos (Harris, 1973: 43).[8] La Organización Internacional del Trabajo (OIT) y organismos de derechos humanos, entre otras fuentes, aseguran la persistencia de este sistema en determinadas regiones de América latina, ya sea en su versión primitiva o a través de variantes subsidiarias del mismo tales como el “enganche” o la “habilitación” (anticipo en dinero a devolver sólo con trabajo), lo que implica la intermediación de un contratista o agente reclutador (“enganchador”) (Bedoya y Bedoya, 2005a y 2005b; Survival International, 2000: 12).[9]

Las múltiples formas de expropiación del trabajo indio instrumentadas por los terratenientes también contemplaron el aprovechamiento de la masa disponible de trabajadores “libres”. Básicamente éstos eran campesinos sin tierra que no se encontraban sujetos a una finca o hacienda por algunos de los institutos que mencionamos anteriormente, y que se empleaban como jornaleros itinerantes por míseras pagas diarias durante determinadas temporadas anuales, o bien se ocupaban de la explotación de parcelas de tierras a través de los sistemas de arrendamiento y aparcería (supervivencias modificadas del antiguo “colonato”). En el primero de estos dos últimos casos, para obtener temporalmente el derecho de explotación de una parcela de tierra debían pagarle al finquero una renta en efectivo o cederle un porcentaje de lo obtenido en la cosecha. En el segundo, los aparceros, denominados “pegujaleros” en Bolivia, “huasipungeros” en Ecuador, “inquilinos” en Chile, “terrazgueros” en Colombia y “baldíos” en México, laboraban una pequeña porción de las tierras de la finca en su propio provecho, y en retribución cedían al dueño una determinada cantidad de días por año de su trabajo. La extensión de las parcelas asignadas a los colonos, como así también el período de tiempo que éstos estaban obligados a trabajar en las tierras del latifundista, variaban según las regiones y los países. Aunque en todos los casos la ecuación resultante era siempre altamente desfavorable para los aparceros.[10] En ambos regímenes estaban sujetos, además, a una prestación de servicios personales al patrón, los que insumían una porción importante del tiempo y las energías disponibles para los quehaceres de su propia supervivencia (por ejemplo el "pongueaje" en Bolivia, eliminado por la reforma Agraria de 1953). De esta manera el finquero obtenía mano de obra barata, a la vez que se adueñaba de parte de la producción sin arriesgar capital ante un eventual fracaso de la cosecha, ni asumir los gastos operativos que de ella resultan. También era frecuente que el hacendado despojara a los colonos de las parcelas que usufructuaban, con la finalidad de apropiarse de las mejoras que estos les habían introducido. El arrendamiento y la aparcería fueron prácticas muy extendidas en espacio y tiempo por toda América latina, a las que en ocasiones se intentó regular en aspectos contractuales tales como: porcentaje de la renta, calidad de la tierra, uso de las aguas, aporte de insumos y herramientas, etc., sin mucho éxito, lo que hizo que, aunque reformados, los viejos métodos siguieran vigentes (Benjamin, 1995: 113 y 208).

A partir de 1870, la creciente demanda de materias primas originada en las naciones industrializadas de Europa y Norteamérica, organizó la estructura económica latinoamericana de acuerdo a sus propias necesidades y exigencias, sentando las bases para el desarrollo de un modelo de capitalismo dependiente en los países de la región. En consecuencia, el mapa de la especialización productiva en monocultivos destinados a la exportación se fue configurando de la siguiente manera: café en Brasil, América Central y Colombia; metales, principalmente plata y cobre, en Bolivia, México y Chile; caucho en la amazonía peruano-brasileña; salitre en la costa pacífica de Chile, Bolivia y Perú; cacao en la región amazónica brasileña; azúcar en Cuba, Brasil y la costa peruana; cereales y ganado en las llanuras del Río de la Plata; bananas en la costa atlántica centroamericana; y tabaco en Cuba y regiones brasileñas (Col. Nac. de Buenos Aires, 2002: 372).

Campesinos indígenas peruanos saludan las conquistas de la Reforma Agraria de 1969.

Con la cancelación de las tierras comunales y de los bienes inmuebles de la Iglesia en el siglo XIX, se inició -como se dijo- un proceso de acumulación capitalista de tierras que acentuó las desigualdades en el desarrollo de las economías agrícolas (Stavenhagen, 1974: 90) y dio nacimiento a la oligarquía terrateniente criolla. Es en el siglo XX, especialmente en su segunda mitad, cuando una serie de reformas agrarias encaradas por gobiernos civiles progresistas, revolucionarios o juntas militares nacionalistas, intentaron revertir las características regresivas de la estructura agraria latinoamericana, basada en el latifundio y en formas parafeudales de explotación de la mano de obra campesina. Así, fueron surgiendo en algunos países de la región ensayos de reformas al régimen de tenencia de la tierra con suerte diversa. El proceso se inicia en México en 1915 y le siguen Bolivia y Guatemala en 1953, Venezuela en 1960, Ecuador 1964, Perú en 1969, Chile en 1971, Honduras en 1975, El Salvador en 1979 y Nicaragua en 1981, entre otros. Muchas de estas reformas fueron abortadas antes de su conclusión debido a la acérrima oposición de las influyentes oligarquías terratenientes o de las grandes compañías monopólicas extranjeras, poseedoras de buena parte de las tierras cultivables. Otras resultaron insuficientes en sus alcances, fueron mal instrumentadas o pecaron de parciales, no llegando a abarcar la totalidad de los latifundios existentes; lo que imposibilitó que se modificaran de manera radical las condiciones estructurales que las habían incubado. Las reformas agrarias mexicana (particularmente la efectuada a partir de 1934), boliviana y peruana, no obstante sus deficiencias y posteriores retrocesos, fueron las que más avanzaron en la consecución de sus objetivos, transformando el panorama económico y social en el campo y desarticulando el poder omnímodo que ejercían los latifundistas a través del gamonalismo.[11] La vasta reforma agraria realizada en Cuba a partir de 1959, queda excluida de nuestro análisis porque al momento de aplicarse ya no existía población de origen indígena en la mencionada isla caribeña.

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Progresivamente el trabajador asalariado fue desplazando a las otras relaciones de trabajo (forzado, endeudamiento, colonato) en la economía de base agroexportadora, y fueron surgiendo así nuevos modos y formas de articulación del trabajador indígena con el mercado laboral capitalista. En la actualidad, la incompatibilidad entre el modelo económico étnico y la estrechez de las tierras a las que se les permite acceder, los constriñe a constituirse en reserva de fuerza de trabajo temporaria (cuadrilleros y jornaleros episódicos) del sistema capitalista dominante o a emigrar definitivamente de las comunidades aldeanas, desarticulándose en consecuencia la economía cooperativa familiar. De esta manera, los trabajadores indios son absorbidos por el trabajo asalariado en oficios y ocupaciones tales como:  servicio doméstico, aserraderos, hornos de carbón y de ladrillos, industria de la construcción, talleres manufactureros informales, pesquerías, floricultura, jardinería, cosecheros de frutas y hortalizas, cortadores de caña de azúcar, recolectores de café, pizcadores de algodón, hacheros, esquiladores, mineros, soldados, etc.; o en changas de desmonte, carpida, macheteada y limpieza. Por su parte, la actividad extractiva de la pesca y la caza produce excedentes comerciables sólo en una determinada época del año, en tanto que los diferentes tipos de agricultura exhiben predominantemente características de subsistencia.

La disponibilidad de mercancías para la comercialización, como excedente de la producción destinada al autoconsumo, incluye materias primas de origen vegetal, animal y/o mineral (cereales, hortalizas, flores, tabaco, algodón, madera, carne, pescado, lana, pelo, pluma, cuero y sal), además de la elaboración de artesanías como valor de uso y también valor de cambio. La ganancia que por sobre el costo de producción de estas mercancías deberían percibir, no es pagada por el sector intermediario, lo que hace aún mayor la transferencia de excedentes al mercado envolvente de la sociedad nacional, la misma sociedad que prejuiciosamente creara el estereotipo del indio flojo y holgazán, buscando, como finalidad última, una justificación ideológica a su acción opresora. “O sea –dice Isabel Hernández- que mientras el dominador comienza a discriminar porque explota, luego continúa explotando porque discrimina” (1985: 45).

A partir de la falsa premisa del “atraso cultural” indígena, se dijo que los indios son pobres porque son indios; lo que dio origen a la construcción de un pensamiento circular en el que se define al indio por ser pobre, y se define al pobre por ser indio. Esta tesis tuvo la oportunidad de ser investigada en México aprovechando una situación que presentaba  condiciones ideales para su elucidación definitiva. La reforma agraria de la década del ’30 colocó a los ejidatarios[12] indígenas y mestizos de la región mazahua, próxima a la ciudad de México, en igualdad de condiciones de producción con respecto a distribución de tierras, insumos agrícolas, etc. Cuarenta años después, los indígenas mazahuas eran más pobres. Como este resultado parecía, a primera vista, respaldar el estereotipo dominante sobre la cuestión, la investigación se centró en las prácticas culturales especiales como las causas posibles del atraso indígena. El análisis de los datos permitió establecer cuales fueron los mecanismos que llevaron a la desigualdad económica:

a) Los créditos para maquinaria, fertilizantes y demás insumos, fueron otorgados exclusivamente a los campesinos mestizos.

b) El aparato policíaco y judicial cooptado por los políticos locales, asociado a los terratenientes y comerciantes, impidió que los indígenas mazahuas accedieran a una defensa legal o política imparcial en contra del sistemático despojo de tierras, el asesinato o de la discriminación social de la que eran objeto.

c) Los mazahuas se han visto impelidos a abandonar sus actividades tradicionales como comerciantes al menudeo, procesadores de productos locales y artesanos, debido al impacto que la economía industrial capitalista tuvo en su región; sin que a cambio tuvieran acceso a las ocupaciones que la nueva situación económica había creado (empleos de choferes, maestros,  funcionarios públicos, mecánicos, etc.), ya que éstas fueron cubiertas por los hijos de los mestizos.

d) Ante una fuerte presión demográfica sobre la tierra, algunos descendientes de las familias mestizas fueron ocupando los nuevos puestos que se creaban, descomprimiendo la situación familiar al liberar de esta manera parcelas de tierra que pasaban a usufructuar sus hermanos. Contrariamente, los hijos de los indígenas mazahuas han quedado confinados en las reducidas parcelas de tierras de sus padres ejidatarios, lo que ha producido una mayor subdivisión de las mismas y la consecuente agudización del minifundismo.

e) La discriminación en las relaciones comunitarias y de parentesco ha obrado como un muro insalvable que le ha restado oportunidades económicas y/o políticas a los mazahuas (Arizpe, 1989: 176).

Como se demuestra claramente en este estudio, ningún factor cultural interviene de forma decisiva en la situación de desigualdad económica planteada entre mazahuas y mestizos, sino que lo que subyace es una manifiesta discriminación y marginación por condición étnica que opera a favor de los mestizos, otorgándoles evidentes ventajas económicas, y en detrimento de los indígenas, excluyéndolos de las mismas.

La mediería es una modalidad de producción, o mejor dicho de expoliación  -fundamentalmente de la población laboralmente dependiente-, que algunos autores incluyen dentro de la tipología del régimen de arrendamiento familiar (Stavenhagen, 1974: 83-84). Sus características principales son: a) la propiedad de la tierra y de los instrumentos de labranza pertenece al capitalista rentista, que por lo general vive en la ciudad; b) la producción es compartida entre el propietario de la tierra –que tiene un alto valor de cambio- y el mediero en proporciones previamente estipuladas, siempre favorables al primero; c) el trabajo del mediero es muy exigente, con largas jornadas a la intemperie en las que participa todo el núcleo familiar; e) la mano de obra subcontratada es barata, especialmente en los mercados de trabajo rural informales; abuso que se acentúa en el caso de los trabajadores de origen indígena;[13] y d) los contratos, cuando existen, duran lo que el ciclo agrícola, es decir, menos de un año.

Formas parcialmente capitalistas de producción catalogadas genéricamente como mediería fueron, y aún lo son, aplicadas en diversos países de Latinoamérica. Analizaremos aquí puntualmente el caso argentino por ser sobre el que mayor información poseemos.

En las quintas del cinturón hortícola del conurbano bonaerense y en el ámbito rural periurbano de las principales ciudades del interior de Argentina, se encuentra muy difundida en la actualidad una práctica que combina mediería y subcontratación de mano de obra transitoria, la que, en un contexto de sobreoferta y precarización laboral, ha terminado por desplazar al trabajador asalariado, reemplazándolo por formas semi-serviles de trabajo.[14] En este sistema el propietario aporta tierra, capital operativo y tecnología mecánica, mientras que por su parte el mediero se compromete a realizar la totalidad de la labor relacionada con la producción, recibiendo a cambio entre el 25 y el 40% de las utilidades por la venta de la cosecha, compartiendo con el patrón los riesgos inherentes a la misma. El mediero subcontrata, a su vez, mano de obra temporaria, por lo general migrantes estacionales del noroeste argentino y de las provincias bolivianas de Tarija, Potosí y Cochabamba -muchos de ellos de origen indígena-, a los que les paga entre un 10 y un 20% del valor del jornal, el que en algunos casos se prolonga hasta 16 horas diarias, les proporciona un techo precario, comida sobre la base de una reducida variedad de legumbres y les retiene los documentos para evitar las fugas (Vila, 1993: 18). En el caso de los ilegales indocumentados, la situación es más dramática aún: perciben míseros jornales, no suelen figurar en los padrones de las quintas, no tienen cobertura social para la atención de su sanidad, ni están protegidos por la legislación laboral, hacinándose en barracas infectas con sus familias, las que también quedan afectadas al trabajo rural pero sin retribución económica a cambio. Como vemos, hay en este sistema una transferencia hacia abajo de las desventajas propias de los contratos laborales arbitrarios, en el que los más desposeídos deben soportar toda la carga de una relación de producción altamente prejuiciosa y profundamente desigual.

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Un tratamiento especial merecen las relaciones de producción derivadas del cultivo de la hoja de coca en los valles cálidos de Bolivia, Perú, Colombia y Ecuador. En estos países, la sobreproducción de dicha planta se encuentra ilegalizada debido a que el excedente que de ella resulta, descontada la fracción destinada al consumo tradicional,[15] es utilizado en la fabricación de clorhidrato de cocaína en laboratorios clandestinos de los cárteles del narcotráfico. Como consecuencia de esta inconducente política antidrogas, fogoneada desde el Departamento de Estado de los Estados Unidos y dirigida por la DEA (Drug Enforcement Agency), el trabajador campesino indígena –ajeno a la problemática de la cocaína- se ve indirectamente criminalizado en su papel de productor directo, sin que a cambio se le ofrezca un programa alternativo serio de sustitución de cultivos que lo aleje de la producción de hojas de coca no destinadas al autoconsumo. Entre la tragedia de la adicción y sus devastadoras consecuencias, por un lado, y el drama de la extrema pobreza que obliga al campesino “cocalero” a  producir para el narco, por el otro, se extiende una difusa frontera en la cual delimitar roles de víctimas y victimarios se vuelve en extremo imprudente. Parece evidente que mientras persista una fuerte demanda de estupefacientes desde mercados de consumo con alto poder adquisitivo (Estados Unidos y Europa principalmente), la técnica de fumigar con glifosato, u otros herbicidas aún más tóxicos, los sembradíos de coca dispersos por las selvas sudamericanas (afectando colateralmente otros cultígenos no prohibidos y la salud de los campesinos) será un esfuerzo que reportará, en términos sociales, económicos y ecológicos, más perjuicios que beneficios (Transnational Institute, 2001: 4).

Repasando brevemente la historia latinoamericana, es interesante observar que la manipulación mercantilista de la hoja de coca por los no-indígenas constituyó una excelente forma de ganar dinero fácil desde los albores mismos de la Conquista de América. En 1550, escribía el cronista español Pedro Cieza de León: “Algunos están en España ricos con lo que hubieron de valor de esta coca mercándola y tornándola a vender y rescatándola de los tiangues o mercados de los indios” (1973: 221). Incluso la Iglesia católica usufructuó de la comercialización de la hoja de coca, según nos lo dice el Padre Blas Valera citado por Garcilaso en sus “Comentarios Reales de los Incas”: “la mayor parte de la renta del Obispo y de los canónigos y de los demás ministros de la Iglesia Catedral del Cozco es de los diezmos de las hojas de la cuca” (s/f: 110). Como vemos, el negocio que envuelve a la hoja de coca fue, desde antiguo y aún en su etapa más inofensiva, producto de maquinaciones mercantilistas de los grupos de poder de la sociedad colonial dominante, alejadas totalmente del sentido cultural, social, medicinal y religioso que el indígena le da al consumo tradicional de la hoja.

3. Consideraciones finales

Según hemos podido comprobar a través de este breve estudio, el largo proceso histórico que fue dando forma a la injusta estructura agraria que imperó en las colonias hispanoamericanas, y que se apoyó en la apropiación y el control del trabajo indio por parte de funcionarios reales, eclesiásticos y encomenderos de toda laya (dominación colonial y aristocrático-oligarca) (Ribeiro, 1985: 106), continuó sobreviviendo en el período independiente a través de modernas formas de explotación y bajo la sujeción de nuevos actores socioeconómicos: los finqueros y los hacendados (dominación patricial-oligárquica) (ibídem: 106). En la actualidad, las relaciones interétnicas de producción en América latina se articulan a través de un sistema estratificado, donde la burguesía explota de forma directa al proletariado, semiproletariado, subproletariado urbano y rural, y a los campesinos indígenas. Las posibles alianzas políticas entre el proletariado nacional y los indígenas se han visto frustradas como producto de las relaciones antidialógicas que los primeros actores sociales establecen con los segundos, negándose a operar en un plano de igualdad, tratándolos con paternalismo o menosprecio, y constituyéndose en una especie de “aristocracia laboral” asociada, consciente o inconscientemente, a la opresión ejercida desde los niveles más altos. El sistema interétnico se delata así como una estructura fuertemente asimétrica y jerarquizada, en la que la burguesía nacional aparece como el beneficiario excluyente (véase Cuadro 1, La Diversidad, acápite 1).

(Continúa en LA RESISTENCIA)


 [1] Gonzalo Aguirre Beltrán llamaba “regiones de refugio” a las zonas con población indígena mayoritaria sujeta al dominio económico, político, social, religioso e ideológico de su centro rector, la ciudad ladina (Bonfil Batalla, Guillermo: Identidad y Pluralismo Cultural en América Latina. Fondo Editorial del CEHASS–Editorial de la Universidad de Puerto Rico. Buenos Aires, 1992. Pág. 187).
[2] Los investigadores Henry Dobyns y Paul Thompson (“Estimating Aboriginal American Population”. Utrecht, 1966), citados por Darcy Ribeiro en su libro “Las Américas y la Civilización”, estiman que 150 años después de iniciada la Conquista sólo quedaba un indígena por cada 20 o 25 de los que existían originariamente (Centro Editor de América Latina. Buenos Aires, 1985. Pág.146).
[3] Para facilitar la consecución de estos propósitos fueron creados los denominados “pueblos de indios”, caseríos estables en los que se concentraban a las poblaciones indígenas encomendadas.
[4] La encomienda fue abolida oficialmente en el primer cuarto del siglo XVIII, cuando se revocó su carácter hereditario.
[5] Una variante de este sistema, implementado en los latifundios costeros de Guatemala, persistió hasta el año 1944 (Valenzuela Sotomayor, María: ¿Por Qué las Armas? Desde los Mayas Hasta la  Insurgencia en Guatemala. Ocean Sur. México, 2009. Pág. 232).
[6] En la región del Alto Perú, la mita minera perduró hasta el año 1808 (Halperin Donghi, Tulio: Historia Contemporánea de América Latina. Alianza Editorial. Madrid, 2001. Pág. 43).
[7] “La comunidad campesina era el modo de organización económico y social de gran parte de la población indígena y se componía de: la propiedad de un territorio, que usufructuaban sus miembros, en forma individual y colectiva, en base a unidades familiares, organización social y política basada en relaciones de parentesco, descendencia, reciprocidad y ayuda mutua” (Silenzi, Elba: Reforma Agraria en Perú: Efectos Positivos y Negativos sobre el Campesinado. Revista de Antropología. Nº 4. Año III. Buenos Aires, marzo-abril de 1988. Pág. 59).
[8] En Ecuador existió hasta 1917 el “contrato de concierto” o “concertaje”, figura jurídica que permitía al terrateniente solicitar la prisión por deudas del peón indígena caído en mora (Tamayo Herrera, José: Liberalismo, Indigenismo y Violencia en los Países Andinos (1850-1995). Universidad de Lima, Fondo de Desarrollo Editorial. Lima, 1998. Págs. 42-43).
[9] En un informe publicado en el año 2000, Survival International (SI) menciona la existencia de casos de “esclavitud por deudas” entre los indios guaraní y xacriabá del sur de Brasil, forzados a trabajar en las plantaciones de caña de azúcar (Los Desheredados. Indígenas de Brasil. SI. Londres, 2000. Pág. 12).
[10] En el sureste mexicano, por ejemplo, la cantidad de tierras a las que se les permitía acceder por lo general no excedía las dos hectáreas y el tiempo que debían trabajar en los campos del terrateniente oscilaba entre 40 y 120 días al año (Thomas Benjamín: ob. cit., pág. 113); mientras que en la provincia de Paucartambo, Perú, se hallaban forzados a dedicar tres días a la semana durante todo el año, o, como ocurría en Chumbivilca, todas las veces que el patrón se los exigiera (Mariátegui, José Carlos: ob. cit., pág. 80).
[11] El gamonalismo era una “forma particular de dominio social y político de los terratenientes (...) que consistía en el ejercicio del poder local sobre la base de la gran propiedad precapitalista, que se hacía efectivo por medios informales y sin mayor respeto por la legislación nacional” (Silenzi, Elba: ob. cit., pág. 60).
[12] “En este sistema, la tierra se da en posesión pero no en propiedad a las comunidades de agricultores, cuyos miembros tienen el derecho de cultivar individualmente una parcela dada de tierras cultivables. Si bien se trata de una tenencia colectiva, desde el punto de vista económico la mayoría de los agricultores ejidatarios son minifundistas” (Stavenhagen, Rodolfo: ob. cit., págs. 93-94).
[13] Según un estudio del Banco Mundial (BM) sobre la desigualdad en América latina (el informe analiza la situación en Brasil, Guyana, Guatemala, Bolivia, Chile, México y Perú) dado a conocer en octubre de 2003, “los hombres indígenas ganan entre 35-65% menos que los hombres blancos”. (Perry, Guillermo y otros: Desigualdad en América Latina y el Caribe: ¿Ruptura con la Historia? BM. México, 2003).
[14] Por ejemplo, los peones tanteros: “Trabajadores temporarios que no cobran un salario fijo, sino según la tarea que realizan: por la cosecha de tantos cajones de tomates, por el deshierbe de tantos surcos, etc.” (Benencia, Roberto: Bolivianización de la Horticultura en la Argentina. En: Grimson, A. y Jelin, E (comp.). Migraciones Regionales Hacia la Argentina. Diferencia, Desigualdad y Derechos. Ed. Prometeo Libros. Buenos Aires, 2006. Pág. 150).
[15] En Bolivia, por ejemplo, desde 1988 en la región de Los Yungas, al norte de La Paz, se destinan 12.000 hectáreas para el cultivo legal de la hoja de coca (Transnational Institute. ¿Coca sí, Cocaína no? Opciones Legales para la Hoja de Coca. Drogas y Conflicto Nº 13. Ámsterdam, mayo 2006. Pág. 10). A fines de 2006, el gobierno boliviano amplió esta superficie a 20.000 hectáreas, incorporando al cultivo lícito a la zona del Chapare, Cochabamba (diario Página/12: Buenos Aires, 24/12/2006).


CÓMO CITAR ESTE ENSAYO:

FAVA, Jorge: 2019 [2013], "La Revolución Seminal. Una lucha por la tierra, la identidad y la autodeterminación". Disponible en línea: <www.larevolucionseminal.blogspot.com.ar/2013/10/la-explotacion.html>. [Fecha de la consulta: día/mes/año].