Movimientos Armados Indígenas en América Latina
“Indio ha sido el nombre con el cual
nos han sojuzgado, indio será el
nombre con el cual nos liberaremos”.
Domitila Quispe. Perú, 1922.
1. Introducción
En un contexto latinoamericano en progresiva
desmovilización y abandono de las luchas armadas de liberación, en el que
durante más de tres décadas se persiguió la modificación de la distribución del
poder con el objeto de reorganizar la sociedad sobre bases nuevas, las guerrillas
indígenas constituyen una modalidad ancestral y perturbadora, aún para las
organizaciones revolucionarias izquierdistas.
Estructuradas por una dialéctica étnica
irreductible, la que las transforma en potencialmente explosivas en aquellos
países donde los pueblos indígenas constituyen la mayoría demográfica o una porción
significativa de la misma (Bolivia, Perú,
Ecuador, Guatemala y México; también incluimos a Chile, Nicaragua y Colombia
por la combatividad de las organizaciones políticas indígenas de estos países),
se distinguen de las guerrillas
marxistas-leninistas tradicionales en los objetivos que persiguen y,
fundamentalmente, por su lógica interna, especificidad étnica y percepción
ideológica de sí mismas frente a las sociedades occidentalizadas que las
oprimen y en contra de cuyos Estados operan. Mientras que en el aspecto teórico-práctico
militar se acercan a la doctrina de los grupos insurgentes izquierdistas, en
ocasiones suelen superarlos en virulencia y radicalización.
Estos grupos armados, que reclutan a sus
miembros principalmente del campesinado indígena y sus organizaciones
políticas, reivindican en su teoría revolucionaria la denominada “Historia de los Vencidos” ("un vencido indomable", en el decir de Octavio Paz), de la cual
son producto, para oponerla a la Historia Oficial que en 1492 implantaron en
América las huestes europeas. En opinión de las propias organizaciones
indígenas: “El coloniaje ha instaurado una sociedad basada en el individualismo
exclusivista, refrendado con la cruz y la espada, en desmedro del pueblo. La Europa conquistadora,
producto de la barbarie medioeval, ha hollado nuestras tierras, ha asaltado
nuestras ciudades, ha saqueado nuestras minas, ha convertido en desierto
nuestros bosques, ha quebrantado nuestros imperios y ha desfigurado nuestra
historia” (Mink'a, 1975; en Colombres, 1977: 246).
Sistemáticamente silenciados, los dioses y
héroes pre y poscolombinos que sobrevivieron en las conciencias fragmentadas de
sus herederos –en ocasiones transfigurados en la iconografía invasora-, y en la
resistencia cultural establecida en las comunidades campesinas, son ahora
constituidos en bandera de una lucha armada que emerge con características
propias.
El eje del conflicto se instaura, como se
dijo, entre una América seminal
insurgente y otra aluvional y
hegemónica que pretende mantener el statu quo con el que se ha venido beneficiando durante los últimos 500 años,
reproduciendo sociedades escindidas,
polarizadas entre conquistados y conquistadores. Dicho proceso de explotación
colonial y neocolonial (el que para los
pueblos indígenas se traduce, a su vez, en endocolonial), dio como
resultado que en los países latinoamericanos la división por clases se
corresponda casi exactamente con la división por etnias o razas.
Esta acción violenta y secular, ejercida de
arriba hacia abajo, genera en algunos sectores indígenas una reacción también
violenta contra todos los niveles o categorías sociales de la sociedad
envolvente, blanca o mestiza, que se ubican por encima de la frontera étnica,
penetrando, incluso, a las jerarquías aborígenes –donde las hay-, asociadas
directa o indirectamente a aquella.[1]
También las vanguardias obreristas son
excluidas de posibles alianzas porque, aunque explotadas, están integradas al
sistema opresor. En el documento titulado “Tesis Política del Gran Pueblo
Indio”, publicado en 1971, el Movimiento Nacional Túpac Katari (MNTK) de
Bolivia, destacaba lapidariamente: “Los sectores constitutivos del proletariado
nacional cobran rango superior al erigirse en estrato social y encienden la
guerra, porque conviene a sus intereses de dominación frustrar el surgimiento
de pueblos que significarían el ocaso de su hegemonía” (Colombres, 1977: 262).
Pertrechados con una teoría revolucionaria que se
nutre de valores e intereses que les son propios, buscando de esta manera
configurarse en un auténtico instrumento de liberación de los pueblos
indígenas, definen en otra parte del documento anteriormente citado sus
objetivos y metodologías posibles: “El campesino boliviano cree en su derecho
indiscutible a una revolución india, hasta la toma del poder, para cuya
concreción asume responsabilidades propias, usando todos los medios de lucha a
su alcance, partiendo de la concientización de sus hermanos indios (...)
Extremará su lucha conforme aconsejen las circunstancias, y si es posible y
necesario acudiremos a la lucha armada” (Ibídem, 265-266).
Finalmente enfatizan en la dicotomía
étnica, contradicción vertebral del conflicto según su óptica, cuando afirman:
“El campesino tiene conciencia cabal de su historia como pueblo indio, y tiene
que rebelarse frente a sus opresores blancos” (Ibídem: 266).
Por su parte, el Movimiento Indio Peruano
(MIP) planteaba la cuestión en términos similares y proponía la destrucción del
actual sistema imperante, reinstaurando a cambio el viejo Tawantinsuyu
prehispánico: “El Movimiento Indio Peruano no es un partido político al estilo
tradicional, antes bien, un estado de conciencia, la expresión doctrinaria de
una nacionalidad –la india- y la vanguardia revolucionaria que defiende a los
ayllus, que exige el gobierno en Consejos, y que lucha abiertamente por la implantación
de un segundo Tawantinsuyu” (Barre, 1988: 114-115).
En Guatemala, una organización
revolucionaria indigenista,[2] el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), en su
Manifiesto Internacional de octubre de 1979 interpretaba la situación
interétnica nacional en términos de antagonismos: “no es dable hablar en
Guatemala de la existencia de una nacionalidad integrada. Los opresores de los
indígenas guatemaltecos, los de antes y los de ahora, creyeron erróneamente que
la servidumbre, la explotación o la marginación quebrantarían el espíritu de
resistencia de los pueblos maya-quiché y que sus rasgos sociales y culturales
desaparecerían con el tiempo y serían finalmente absorbidos y digeridos por el
sistema. Profundo y fatal error; esas condiciones han acumulado y fortalecido
los factores de identidad propia de los pueblos indígenas, y la acumulación de
su sorda rebeldía ha venido aumentando, de tal manera que ahora su magnitud no
sólo ya no puede ser ignorada, como factor catalítico, sino que se ha
convertido además en un elemento decisivo para el futuro de nuestro país” (Barre, 1988: 146).
Más recientemente, el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional (EZLN), sublevado el 1º de enero de 1994 en el suroriental
Estado mexicano de Chiapas, en respuesta a la formalización del “perdón” que el
gobierno federal ofreciera a sus fuerzas, se interrogaba: “¿De qué tenemos que
pedir perdón? ¿De qué nos van a perdonar? ¿De no morirnos de hambre? ¿De no
callarnos en nuestra miseria? ¿De no haber aceptado humildemente la gigantesca
carga histórica de desprecio y abandono? ¿De habernos levantado en armas cuando
encontramos todos los caminos cerrados? (...)
“¿Quién tiene que pedir perdón y quién
puede otorgarlo? ¿Los que, durante años y años, se sentaron ante una mesa llena
y se saciaron mientras con nosotros se sentaba la muerte, tan cotidiana, tan
nuestra que acabamos por dejar de tenerle miedo? ¿Los que nos llenaron las
bolsas y el alma de declaraciones y promesas? ¿Los muertos, nuestros muertos,
tan mortalmente muertos de muerte ‘natural’, es decir, de sarampión, tosferina,
dengue, cólera, tifoidea, mononucleosis, tétanos, pulmonía, paludismo y otras
lindezas gastrointestinales y pulmonares? (...) ¿Los que nos negaron el derecho
y don de nuestras gentes de gobernar y gobernarnos? ¿Los que negaron el respeto
a nuestra costumbre, a nuestro color, a nuestra lengua? ¿Los que nos tratan
como extranjeros en nuestra propia tierra y nos piden papeles y obediencia a
una ley cuya existencia y justeza ignoramos? ¿Los que nos torturaron,
apresaron, asesinaron y desaparecieron por el grave ‘delito’ de querer un
pedazo de tierra, no un pedazo grande, no un pedazo chico, sólo un pedazo al
que se le pudiera sacar algo para completar el estómago?” (Carta del Subcomandante Marcos a los medios de comunicación, 18/01/1994).
2.
La contradicción total
Situémonos ahora desde una perspectiva analítica
del fenómeno, a partir de la cual intentaremos dilucidar las características
conceptuales básicas de las guerrillas étnicas, contrastándolas con las de los
grupos insurreccionales de la izquierda latinoamericana.
En la teoría revolucionaria de los
movimientos guerrilleros de inspiración marxista, la lectura de la realidad
social, cultural, política y económica de una determinada formación social
sobre la que se planea actuar, se efectúa a partir del análisis de las
relaciones antagónicas de clases. Para el marxismo, el lugar que millones de
hombres ocupan con relación a los medios de producción en un sistema social de
producción históricamente determinado y las consecuentes condiciones económicas
en que viven, hacen que su forma de existencia, sus intereses y su cultura los
aparten de los de otra clase enfrentándolos hostilmente. No obstante ello, el
conflicto se establece desde una subcultura clasial que, si bien explotada, se
expresa en el mismo idioma y comparte una misma tradición civilizatoria con su
opuesto. En tanto que la dicotomía étnica se estructura a partir de un núcleo
de contradicciones irreductibles, inserto en una situación colonial y
resultante de la suma de raza, historia, cultura, idioma, religión, sociedad,
economía, intereses y valores distintos, inyectándole un grado de
radicalización que no se registra en el caso anterior.
En los documentos desde los que se llama a
corporizar la revolución continental proletaria, los grupos insurgentes
latinoamericanos rescatan los valores étnicos americanos con el objeto de
oponerlos a los paradigmas culturales occidentales, identificados con el
opresor, a fin de erigir una identidad cultural propia definida por oposición
al modelo dominante, pero sin llegar a constituir una alternativa creíble para
los pueblos indígenas, los cuales construyen sus utopías revolucionarias desde
una visión milenarista y maniquea de las relaciones interétnicas continentales.
Los ciclos de resistencia indígena a la
dominación occidental, que parecen inacabables y sobrevivir a todos los
avatares históricos, nos llevan a interrogarnos sobre el origen de esa fuerza
insurreccional perenne que, recurrentemente y bajo ciertas condiciones, florece
en las comunidades aldeanas desafiando aún sus propias frustraciones
libertarias. Para los pueblos sometidos, el “fracaso en la realización de la
utopía milenarista –dice Alicia M. Barabas- constituye asimismo su triunfo: sin
la esperanza nada será realizado, pero todo lo que se realiza está por debajo
de las esperanzas. En este sentido, la viabilidad de la utopía no debe buscarse
en su concreción, sino en el sostenimiento de la esperanza que provee a los
hombres de nuevos significados y los moviliza en pos de un mundo mejor” (1990: 9).
Según Ernest Bloch, estos movimientos milenaristas
no representan meras ilusiones sin fundamento, sino que por el contrario son
proyecciones de la esperanza totalizadora de los pueblos oprimidos, la que
constituye el principio de toda revolución (en Barabas, 1990: 9).
3.
Categorías ideológicas
En el aspecto ideológico, el campo del
activismo revolucionario indígena está cruzado por dos vertientes a las que
hasta aquí nos hemos referido genéricamente como guerrillas indígenas, pero
ambas contienen diferencias doctrinarias significativas, las que analizadas a
la luz de la praxis de algunos grupos armados de América latina, definen dos
categorías de insurgencia étnica que trataremos de conceptualizar someramente:
el indigenismo y el seminalismo.
3.1.
Indigenismo: un intento de síntesis revolucionaria
Por su origen e intereses, la guerrilla
indigenista representa una ideología mestiza que fluctúa entre ambos polos de
la frontera interétnica, pero cuya incapacidad para superar un etnocentrismo
inherente a su naturaleza eminentemente occidental, la condiciona a entablar
con las comunidades indias una relación antidialógica en la que poco o nada,
según los casos, cuenta la opinión de éstas sobre lo que pretenden de sus
destinos como pueblos diferentes.
De afiliación marxistas-leninistas,
trotskistas o maoístas, estas agrupaciones armadas admiten el pluralismo
étnico, más no como una solución posible para la cuestión etno-política
nacional, sino buscando la “integración” de los pueblos indígenas a la lucha de
clases junto al campesinado, para finalmente terminar diluyéndolos en la marea
proletaria latinoamericana (ej.: Sendero Luminoso en Perú).[3] “En ningún
documento oficial de Sendero Luminoso –escribe el periodista Simón Strong- se
afirma que el movimiento esté persiguiendo reivindicaciones étnicas o
culturales. Para Sendero Luminoso eso sería nacionalismo. Ve la revolución más
bien en términos internacionales y de clase, antes que de raza. Sin embargo el
resentimiento cultural y racial es una herramienta política formidable. Es lo
que ha dado fuerza a Sendero Luminoso y en gran parte lo que explica la
naturaleza feroz y cruel de la violencia” (1993: 79).
Otras en cambio, suelen tener una postura
menos dogmática y mayor apertura doctrinaria hacia las argumentaciones
revolucionarias indígenas, conformando movimientos simbióticos (los indigenistas propiamente dichos) cuya
síntesis es una combinación de elementos de ambas, aunque con predominio de los
no-indígenas (ej.: Ejército Guerrillero de los Pobres en Guatemala).[4] Contrariamente a las guerrillas de
inspiración marxista, cuya teoría revolucionaria se construye estrictamente a
partir de una visión del conflicto social en términos de antagonismos de
clases, los movimientos insurreccionales binarios conjugan en su doctrina
postulados marxistas –o filomarxistas- e indígenas en busca de una no siempre
lograda sinergia. “Una de nuestras principales diferencias con el pasado –dice
Rolando Morán fundador del EGP- era algo que iba a tener una importancia
histórica insospechada en el futuro, la indispensable relación que estableció
el EGP con los pueblos indígenas de Guatemala desde el inicio. El EGP afirma
por primera vez que la revolución en Guatemala debe tener dos facetas: la lucha
de clases y la lucha nacional-étnica. Postula que ambos aspectos están
inseparablemente vinculados y que uno no puede triunfar sin el otro” (Castañeda, 1993: 103).
En esta etapa, a medio camino entre las
guerrillas izquierdistas tradicionales y las emergentes seminales, la
insurgencia indígena aparece enquistada en organizaciones político-militares
con un perfil ideológico de contenido distinto a sus intereses, resignificado
en función de incrementar el sentido de su participación, el que en ocasiones
se reduce, como observamos, a una mera oportunidad de revancha étnica contra la
sociedad blanca o mestiza que las oprime (Frantz Fanon reconocía que el odio no
puede alimentar una guerra de liberación [2009: 127-128]), y en otras se constituye en un
camino hacia cierta esperanza de reivindicación.
Cabe aclarar que las guerrillas indigenistas no necesariamente tienden a evolucionar hacia alguna versión seminal -todavía embrionarias-, sino que pueden coexistir con éstas o terminar extinguiéndose debido a causas diversas. Digamos también que ambas participan de intereses que les son comunes, sólo que en el modelo bélico seminal se han desembarazado de los principios revolucionarios izquierdistas asumiendo mayoritariamente los intereses étnicos, aunque todas contengan particularismos que las distingan, producto de su historia, regionalidad y condiciones de emergencia.
Cabe aclarar que las guerrillas indigenistas no necesariamente tienden a evolucionar hacia alguna versión seminal -todavía embrionarias-, sino que pueden coexistir con éstas o terminar extinguiéndose debido a causas diversas. Digamos también que ambas participan de intereses que les son comunes, sólo que en el modelo bélico seminal se han desembarazado de los principios revolucionarios izquierdistas asumiendo mayoritariamente los intereses étnicos, aunque todas contengan particularismos que las distingan, producto de su historia, regionalidad y condiciones de emergencia.
3.2. La insurgencia seminal: una categoría étnica
Utilizamos el término o categoría seminal (Fava, 1998: 18-20) para describir un tipo de
guerrillas de factura eminentemente étnica, cuya lucha hace hincapié en el
derecho de los pueblos indígenas a su autonomía, territorios y culturas
originales; diferenciándolas de las guerrillas indigenistas, ideológicamente
simbióticas.
Estos movimientos armados reconocen sus
antecedentes históricos en las luchas de liberación que los diferentes pueblos
indios de América latina han llevado adelante contra el poder español durante la Colonia y, posteriormente,
contra los Estados-nación latinoamericanos.
Su localización geográfica no se define por
vastas áreas subcontinentales, es decir, Sudamérica o Centroamérica, como en la
primera y segunda ola, sino que emergen en países con una población indígena
numéricamente importante y alta conflictividad étnica al interior de sus
sociedades. En vista de la variable complejidad demográfica que los países del
área presentan, el impacto poblacional indígena no debe analizarse
exclusivamente a la luz de los guarismos nacionales, los que en la mayoría de
los casos licuarían las cifras en la masa global, sino que la evaluación se hará
teniendo en cuenta el peso relativo de las comunidades indias sobre las
diversas realidades regionales.
La lógica interna de dichas organizaciones
armadas opera a través de una compleja red de antiguas relaciones basadas en la
familia, el clan, la comunidad, la cultura y la religión. Instancias
institucionalizadas que, como bien lo señala Susana Devalle, se recrean en la
práctica cotidiana diferenciada de cada entidad étnica, terreno en el cual se
formulan las identidades colectivas (1989: 18). Se autodefinen a partir de referentes
identitarios etnohistóricos comunes y de una percepción ideológica de sí mismas
frente a las sociedades nacionales, en la que se visualizan como pueblos
oprimidos y explotados inmersos en una situación colonial iniciada en 1492. La
etnicidad, que constituye un modo especial de experiencia social, juega un
papel fundamental en la concepción revolucionaria seminal, dándole cohesión y
sustento ideológico al grupo rebelde. Pero, “tanto o más que en formas étnicas
o socioeconómicas –agrega el sociólogo francés Yvon Le Bot-, el movimiento se
expresa en formas éticas”. Las afirmaciones de identidad y las reivindicaciones
de tierras y autonomía van inseparablemente ligadas a un objetivo ético: fin de
la discriminación, igualdad, universalidad, etc. “La protesta moral acompaña
todas sus manifestaciones” (1995: 103).
Doctrinariamente la insurgencia seminal
aparece como básicamente reformista, es decir que no busca la destrucción total
del poder dominante, sino que apunta a modificar las profundas asimetrías
establecidas en la relación interétnica. El “reformismo armado” de estas
organizaciones es producto de su condición de minorías étnicas, para las cuales
la toma del poder está reñida con la lógica de su propia dinámica estructural,
la que concibe la realización de sus demandas en un contexto de autonomía
interna. “El derecho de ser un sujeto –dice Alain Touraine- no puede ser
afirmado por un actor social sin que éste se lo reconozca al mismo tiempo a
todos” (1997: 3). De tal manera, encontramos aquí la exteriorización violenta de una
antigua contienda que los pueblos minorizados llevan adelante por el control de
sus destinos, superación de las condiciones de superexplotación y preservación
de sus identidades históricas dentro de un esquema dado.
La mayor o menor radicalización de las
tesis sobre autonomía indígena dependerá de qué grupo las sustente y en la
realidad que opere. La intensidad del vínculo de dependencia económica con la
sociedad dominante, la posibilidad –real o quimérica- de acceso a la tierra, el
grado de conciencia etnonacional alcanzado por los pueblos indios y la ya
mencionada tensión del impacto demográfico indígena sobre el total de población
nacional o regional, según sea el caso,
son algunos de los factores que presionarán en una u otra dirección.
3.2.1. El neozapatismo
La desaparición del paradigma socialista de
la escena político-militar de la región, con una muy fuerte presencia en las
décadas anteriores, y la posterior retracción de las formaciones insurgentes
izquierdistas generó un espacio propicio para la emergencia de otras formas de
lucha armada, aún no totalmente conformadas pero ya con algunos rasgos
definidos, el que junto a los antecedentes de operaciones de guerrillas
indigenistas de la denominada segunda
ola[5] en el área (EGP y ORPA),[6] coadyuvaron, en nuestra opinión, para la irrupción del
Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en el Estado mexicano de
Chiapas. Este acontecimiento mostró el surgimiento de un fenómeno que hunde sus
raíces en ancestrales y recurrentes erupciones de violencia indígena, tal como
lo subrayan en su primera declaración los miembros del Comité Clandestino
Revolucionario Indígena-Comandancia General (CCRI-CG) del EZLN, cuando afirman
que este movimiento es el “producto de 500 años de luchas” (Declaración de la Selva Lacandona. Hoy Decimos ¡Basta!, 1993). Por su parte, el
subcomandante Marcos, vocero y líder militar del grupo sublevado, sintetiza con
crudeza las duras e indignas condiciones de vida a las que se somete al indígena
al señalar ante la prensa que: “la cosa peor que le puede ocurrir a un ser
humano es ser indio, con toda su carga de humillación, hambre y miseria” (Página/12: 04/01/1994). Es
bajo estas condiciones de opresión y superexplotación, y alzando en
contrapartida consignas de justicia, tierras y autonomía, que el EZLN logra una
sólida y esencial inserción en las comunidades indígenas chiapanecas.
De acuerdo con algunos analistas, la
guerrilla neozapatista, que está mayoritariamente integrada por indígenas
tzeltales, tzotziles, choles, zoques, mames y tojolabales, se fue configurando
militarmente a partir de la confluencia de un reducido núcleo urbano del
Ejército Zapatista de Liberación Nacional con los grupos de autodefensa
indígenas, los que, transformados en ejército regular se insertaron en las
comunidades aldeanas del sudeste mexicano. El EZLN, una organización
castro-guevarista fundada en la Selva Lacandona en noviembre de 1983 y liderada
en su etapa inaugural por el arquitecto Fernando Yáñez Muñoz (a) “Germán”, fue
formado a partir de la reconstrucción de las Fuerzas de Liberación Nacional
(FLN), creadas en Monterrey, Nuevo León, en agosto de 1969 por César Germán
Yáñez Muñoz (a) “Pedro” (hermano de Fernando) y exterminadas en Chiapas en
1974.
La elección de las montañas, selvas y
cañadas de Chiapas para la ubicación del foco guerrillero les aseguró
protección y permanencia, además de inmediatez con las comunidades campesinas,
base social de la guerrilla y fuente de reclutamiento de miembros para el
ejército revolucionario. Esta doble condición -geográfica y social- que toda
fuerza guerrillera debe contemplar para arribar con éxito a los objetivos
tácticos y estratégicos propuestos, fue excepcionalmente planteada por Mao
Tse-tung en su conocida analogía, en la cual compara al guerrillero con un pez
y al pueblo con el mar. Si el mar le es favorable -decía Mao-, el guerrillero
sobrevivirá; pero si en cambio el medio ambiente le es hostil, el guerrillero
terminará por ahogarse (en Clutterbuck, 1988: 33). Conscientes de la importancia de este axioma de la lucha
irregular, la guerrilla llevó adelante un plan de implantación social que se
basó en la cooptación de los catequistas indígenas católicos quienes,
poseedores de prestigio moral y predicamento en sus comunidades, actuaron de
cabeza de playa para el desembarco de los milicianos zapatistas. Desde 1968, la Diócesis de San Cristóbal
de las Casas venía desarrollando una tarea de concientización y afirmación
cultural entre los indígenas con el objetivo de modificar la crítica situación
socioeconómica imperante en las comunidades. Con tal propósito se crearon las
escuelas diocesanas, ideológicamente imbuidas de la Teología de la Liberación ,[7] las que les
dieron a los catequistas una nueva perspectiva sobre el problema de la tierra y
la pobreza en Chiapas. Pero la falta de una alternativa viable de cambio por
parte de la Iglesia
que fuera más allá de una simple supervivencia sobre la base de proyectos de
desarrollo colectivos y la mínima o nula presencia de programas sociales
estatales en la zona, le abrió la puerta a formas más radicalizadas de lucha.
Sobre esta estructura y estas necesidades se montaron los guerrilleros
zapatistas para llevar con éxito su mensaje de liberación a las aldeas.
El EZLN realizó su bautismo de fuego el 1º
de enero de 1994 tomando cuatro alcaldías del Estado de Chiapas: San Cristóbal
de las Casas, Ocosingo, Altamirano y Las Margaritas, además de otras
poblaciones de menor importancia en la Selva Lacandona.
Allí, durante doce días entabló duros combates con el ejército mexicano y posteriormente
se replegó a sus posiciones iniciales. Con un alto el fuego de por medio, el 21
de febrero de 1994 comenzó en la
Catedral de San Cristóbal de las Casas un tortuoso diálogo de
paz entre la guerrilla y el gobierno federal sin que se llegara a resultados
definitivos.
Si bien para finales de los ochentas, el
EZLN ya había abandonado buena parte de su bagaje ideológico inicial y adoptado
como propias las reivindicaciones de las comunidades indígenas chiapanecas, en
su declaración de guerra al Estado mexicano de enero de 1994 no incluía la
demanda de autonomía. Esta fue incorporada recién dos años después, tal como
desde 1995 lo venía reclamando el movimiento indígena nacional. De esta forma,
los derechos autonómicos de los pueblos indígenas, aunque restringidos en sus
alcances, quedaron incluidos en los Acuerdos de San Andrés Larráinzar firmados
por las delegaciones del gobierno federal y del EZLN el 16 de febrero de 1996 (IWGIA, 1999: 67-68).
(Véase Anexo Documental II.)
La posible influencia de grupos armados
indigenistas sobre el EZLN que aquí señalamos, sería el fruto de la relación
entre experiencias insurgentes indígenas que, sospechamos, se han producido al
margen de la existencia o no de vínculos orgánicos entre las diversas
organizaciones rebeldes de carácter simbiótico. En una entrevista con el
investigador Yvon Le Bot, el Subcomandante Marcos niega que en la etapa de
formación guerrillera del EZLN haya existido relación alguna con la guerrilla
guatemalteca (1997: 134-135). No obstante, la proximidad geográfica entre la selva de Ixcán,
ámbito de operación de unidades de la
URNG , y la
Selva Lacandona , zona donde se gestó la guerrilla zapatista;
así como la presencia en Chiapas, entre 1982 y 1993, de alrededor de 45.000
refugiados guatemaltecos, son datos a tener en cuenta.
3.2.2. Otros actores
En la década de 1980 hicieron su aparición
las guerrillas de las etnias miskito, sumu y rama (Misura y Misurasata) en
Nicaragua, las que se enfrentaron al Ejército Popular Sandinista (EPS) en
defensa de sus territorios, autonomía e integridad cultural.
Creada en 1981, Misura estaba dirigida por
Steadman Fagoth y operaba desde Honduras a lo largo de la frontera delimitada
por el Río Coco. Fue acusada por las autoridades revolucionarias de estar
apoyada por la CIA
y alineada con la somocista Fuerza Democrática Nicaragüense (FDN). Por su
parte, Misurasata, liderada por Brooklyn Rivera, se estableció en Costa Rica en
1982 donde se unió a la Alianza Revolucionaria Democrática (ARDE), la
organización de Edén Pastora, con el propósito de atacar a los sandinistas
desde el sur. En mayo de 1985 un alto el fuego fue firmado entre una fracción
disidente de Misura y el gobierno sandinista, transformándose así en el primer
acuerdo de paz de una serie de varios más. En septiembre de 1987, se aprobó el
Estatuto de Autonomía para los grupos étnicos de la Costa Atlántica y
en octubre de ese mismo año las distintas formaciones armadas miskito, sumu y
rama (Misurasata, Misura y Kisan) se unificaron en la organización denominada
Yatama (Yapti Tasba Masraka Nanih Asla Takanka -Organización de los Pueblos Unidos de la Madre Tierra-), con B. Rivera como líder. Meses después, entre enero y febrero de 1988
se llevaron a cabo negociaciones de paz entre Yatama y el gobierno, acordándose
un alto el fuego. Para comienzos de 1989, ya todas las agrupaciones miskito
habían abandonado la lucha armada.
Las incluimos dentro de la categoría de
guerrillas seminales ya que su participación en el conflicto centroamericano,
más allá de las motivaciones político-ideológicas de la “contra”[8] nicaragüense y
de la ayuda militar recibida de los norteamericanos, estaba cifrada en la
defensa de sus “derechos especiales” –como los mencionados de cultura,
autonomía y tierras-, amenazados por la política de asimilación forzada llevada
adelante por el gobierno sandinista en la Costa Atlántica , y alejada de la lucha de clases y de los
intereses imperialistas en juego en esta conflagración de típica lógica
bipolar, propia de la denominada Guerra Fría. El reconocimiento de esta
realidad por parte del gobierno del FSLN permitió el inicio de negociaciones de
paz en 1984 y el retorno definitivo de los refugiados miskitos a Nicaragua en
1989.
El Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL),
surgido a la luz pública en 1984, era una guerrilla seminal de base nasa (paez)
que se autodefinía como “una organización armada al servicio del movimiento
popular y en primer lugar de las organizaciones indígenas” (Espinosa, 1996: 76). Este grupo
guerrillero indígena, que toma su nombre del líder nasa Manuel Quintín Lame
(1883-1967), comenzó a conformarse militarmente a partir de 1977 cuando se
organizan como grupos de apoyo o autodefensas para protección de las
comunidades indígenas, relacionándose con el Ejército Popular de Liberación
(EPL) y el Movimiento 19 de Abril (M-19). Su primera acción fue el incendio de
la maquinaria del ingenio Castilla el 29 de noviembre de 1984, seguido de la toma de
Santander de Quilichao el 4 de enero de 1985. El número de sus combatientes
podía variar entre 30 y 200 o 300 personas, ya que no todos eran miembros
permanentes del comando móvil. La toma del poder no figuraba en los planes del
MAQL (ibídem: 74 y ss.).
Los quintinos operaron en la zona norte del
Valle del Cauca, en el sureste colombiano, con el objeto de controlar el
territorio, detener la masacre de sus líderes, apoyar las recuperaciones de
resguardos, afirmar la cultura, hacer respetar la autonomía y negociar con los
demás grupos en guerra que penetraban en sus tierras. Se desmovilizaron en 1991 (ibídem: 26-27).
(Véase Anexo Documental III.)
En Bolivia, la fusión de las Células
Mineras de Base (CMB) de Milluni y los Ayllus Rojos Tupakataristas (ART) en
1984, dio como resultado la aparición de una nueva agrupación obrero-campesina
denominada Ofensiva Roja de los Ayllus Tupakataristas (ORAT), de la cual el
Ejército Guerrillero Túpac Katari (EGTK) era su brazo armado (Iturri Salmón, 1992: 27 y 29).
El 23 de junio de 1991, el EGTK, que toma
su nombre del dirigente indígena Julián Apaza (a) “Túpac Katari”, líder del
gran levantamiento aymara de 1781, anunció el inicio de la “guerra comunaria”
con el colgamiento de tres gallos rojos en la localidad de El Alto. Los
combatientes de esta organización eran mayoritariamente aymaras del altiplano
paceño (ibídem: 9 y 18).
Originalmente imbuidos de una ideología
ambigua y contradictoria que amalgamaba elementos del trotskismo vernáculo con
el katarismo[9] andino; a partir de la creciente influencia del
ala liderada por Felipe Quispe Huanca alias “Mallku” (Cóndor), un dirigente
aymara que provenía de las filas de los movimientos políticos indígenas de la
década del ’70,[10] comienzan a configurarse como guerrilla seminal, con un fuerte
giro etnonacionalista. Dicha organización político-militar reivindicaba: “el
Derecho a Autodeterminación estatal del pueblo indio, esto es, el derecho a
formar estados y naciones independientes de trabajadores Aymaras y Qhiswas,
como en siglos pasados, pero ahora, en guerra a muerte y separados del Estado
burgués boliviano, de la nación burguesa boliviana” (en Iturri Salmón, 1992: 36). En línea con lo
anteriormente expuesto, propugnaban la destrucción del capitalismo de los “q’aras” (blancos) y la creación de una
nueva sociedad basada en los milenarios ayllus indígenas.
En 1992 el EGTK sufrió un duro revés con el
encarcelamiento de sus máximos dirigentes, Álvaro García Linera y Felipe Quispe
Huanca, lo que determinó su posterior disolución.
3.3. Indianismo y fundamentalismo étnico
La doctrina indianista surgió de la elaboración,
desde el espacio intelectual indio, de una ideología y estrategia
antioccidental y panindígena que caracterizó al materialismo dialéctico de la izquierda orgánica
latinoamericana como herramienta del colonialismo euroccidental, enfrentándolo
al materialismo armónico, de cuño
indígena, no condicionado por la lucha de clases y al margen de ésta (Ubertalli, 1987: 18-19), lo que le
valió la crítica y el repudio de dicho sector político, que creyó ver
proyectada en ella la sombra ominosa del imperialismo norteamericano.
En la visión de las organizaciones
indígenas, la dialéctica indianista, a la que consideran ley general del
universo, es concebida como rigiendo la dinámica de las relaciones sociales
dentro de un sistema de complementariedad, es decir de contradicciones no
antagónicas (CISA, 1982: 7 y ss.).
Como vemos, el indianismo como ideología no
conlleva necesariamente una actitud violenta, sino que, por el contrario, su
conceptualización de los “opuestos complementarios” conduce a una armonización
de las dicotomías del campo interétnico, exacerbadas en las teorías afincadas
en las contradicciones de clase.
Pero este problema de alteridad engendró, per se, una militancia política india de carácter fundamentalista, la que se mostró
especialmente activa en la década del ’70 y que, como veremos brevemente,
encierra una cuestión mucho más compleja y conflictiva hacia el futuro.
El indianismo, por su propia dinámica
antioccidental, producto de la ya cinco veces centenaria situación colonial a
la que se hallan sometidos los pueblos indios americanos, llevó a reducidícimos
grupos –específicamente del área andina- a un radicalismo ontológico utópico y a
una dialéctica étnica alterofóbica, “lo que Sartre denominaba ‘racismo de
oposición’ y que se explica sólo como contra-violencia del oprimido” (Colombres, 1977: 238), adoptando
en ocasiones el perfil de un incipiente nacionalismo
étnico en su versión más extrema.
Tesis aislacionistas desde las cuales se
sostiene que las formas culturales y sociales sincréticas o mestizas no son
posibles en América, debido a que la confrontación se establece de sistema a
sistema entre dos civilizaciones diametralmente opuestas e irreconciliables,
son agudizadas en algunos casos hasta el paroxismo étnico.
Estas concepciones excluyentes
-“químicamente” más puras- florecieron principalmente en el área andina, donde
una fuerte tradición estatal-imperial indígena que proviene del incanato,
sumada a una demografía mayoritariamente india (nos referimos específicamente a
Perú, Bolivia y Ecuador), abonó en las mentes de sus mentores y partidarios la
idea de una ruptura total con las sociedades nacionales, blancas o mestizas, y
la reconstrucción del antiguo Tawantinsuyo. El Movimiento Indio Peruano (MIP)
afirmaba en 1979 que “el indio se sentirá definitivamente reconciliado con la
vida, con su vida, cuando no quede un solo testimonio occidental: en lo racial,
en lo social, en lo político y en lo económico” (Cuadernos Indios. N° 1. Lima, 1979).[11]
De índole esencialmente intelectual no
lograron siquiera una base minoritaria de masas, lo que les impidió avanzar
hacia otras formas de organización.
Con el surgimiento en el año 2000 del
Movimiento Indio Pachakuti (MIP), instrumento político de la CSUTCB para disputar el
poder por la vía electoral, se reactualiza la problemática del nacionalismo
radical aymara en Bolivia. Es que el MIP, liderado por el ex comandante
guerrillero Felipe Quispe Huanca, retoma los postulados del desaparecido EGTK y
se manifiesta favorable a la autodeterminación de la nación Qullasuyana y la
construcción de un Estado indígena paralelo, sin relaciones con la Bolivia blancoide y
mestiza. Aunque con escasa gravitación política a nivel nacional, han logrado
una fuerte implantación y gran poder de movilización en el área campesina del
altiplano paceño y la ciudad de El Alto, zonas mayoritariamente aymaras.[12]
En lo inmediato, el fundamentalismo étnico
andino se halla confinado al cono de sombras en el cual hibernan los
movimientos ultraminoritarios, limitados a un activismo casi exclusivamente
propagandístico.
4.
Contrainsurgencia y derechos humanos
Desde que la guerra de guerrillas irrumpió
en el escenario de los conflictos armados internos como un recurso eficaz para
morigerar las asimetrías en la relación de fuerzas entre los grupos insurgentes
y los ejércitos regulares, ampliamente favorables para los segundos, la
inteligencia militar comenzó a forjar la metodología para contrarrestar lo que
en apariencia se perfilaba como un arma absoluta. Esta táctica y estrategia se
conoce como contrainsurgencia.
Revisemos ahora dos de los principios más
utilizados de la doctrina contrarrevolucionaria y las consecuencias, en
términos de violación de derechos humanos, de su aplicación en conflictos con
grupos armados indígenas o sobre población de este origen en América latina.
a)
Separar a las guerrillas del pueblo mediante un traslado de población
El traslado forzoso de poblaciones
completas con la intención de quitarle base social a la guerrilla –“sacarle el
agua al pez”, en el argot de los expertos en contrainsurgencia - y la posterior
creación de “aldeas estratégicas” o “aldeas modelo” bajo estricta vigilancia y
control absoluto de los movimientos de los pobladores por unidades del ejército
ha sido aplicada en las zonas con conflictos internos de Nicaragua, Perú y
Guatemala. Aunque con atenuantes en el caso nicaragüense, estas poblaciones
rehenes han sido víctimas de continuos abusos, especialmente las mujeres
jóvenes, por parte de las tropas allí acantonadas. También sus economías
domésticas se han visto perjudicadas debido a la imposibilidad de atender los campos
de cultivos o la realización de otras prácticas relacionadas con la
subsistencia (caza y pesca), como consecuencia de la distancia entre éstos y su
nuevo lugar de “reubicación” y por el férreo control al que se los somete,
creando serios problemas de abastecimiento.
b)
Creación de contraguerrillas locales y milicias de autodefensa
Esta técnica fue puesta en práctica en la
década del ’80 en Nicaragua con la creación de las guerrillas “contras”. Dichas formaciones
armadas contrainsurgentes fueron adiestradas y financiadas por la inteligencia
norteamericana[13] con la finalidad de debilitar la cohesión del Frente Sandinista
de Liberación Nacional (FSLN) y abrir un nuevo frente de lucha que desgastara
material y moralmente al ejército revolucionario. Esta forma de intervención
militar constituye un clásico ejemplo de lo que los estrategas estadounidenses
llaman “conflicto de baja intensidad”,[14] y que tanto perjuicio ocasionara a los
procesos de liberación de la región.
La participación de guerrilleros miskitos
en las organizaciones contrarrevolucionarias o, por el contrario, la reticencia
a involucrarse en ellas, ocasionó que estas comunidades indígenas fueran
víctimas de homicidios selectivos, represalias colectivas y matanzas no
provocadas por parte de ambos bandos, según sendos informes elaborados por
Amnistía Internacional (AI, 1992: 33-34) y la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos (CIDH, 1984).
En Guatemala, las Patrullas de Autodefensa
Civil (PAC) constituyeron una pesada carga para las comunidades indígenas,
debido a que todos los hombres estaban obligados a participar en dos turnos
semanales o turnos de semana completa.[15] Este sistema de patrullas militarizadas
era utilizado por el ejército para aislar, intimidar o reprimir a las aldeas y
lograr, sobre la base del terror, un mayor control de la región. En reiteradas
ocasiones fueron utilizadas de escudos humanos en enfrentamientos con las
guerrillas.
De acuerdo a un balance efectuado por los
Grupos de Apoyo y de Derechos Humanos, se consigna que durante la década del
’80 las dictaduras militares de Guatemala han ocasionado la destrucción de más
de 400 aldeas indígenas, alrededor de un millón de personas expulsadas de sus
comunidades, 150 mil exiliados, 50 mil viudas, miles de ejecutados
extrajudicialmente y “desaparecidos”, y aproximadamente cien mil indígenas
muertos (IWGIA, 1989: 61-62).[16]
En Perú, la creación por parte del ejército
de los Comités de Defensa Civil (CDC), también llamados “rondas”, potenció viejos
conflictos intertribales y expuso a las aldeas participantes a un fuego
cruzado.
Obligados por las fuerzas gubernamentales a
integrar estas milicias de autodefensa contra las incursiones de la guerrilla
de Sendero Luminoso (SL), los campesinos indígenas militarizados, denominados “cabezas negras” por el uso de pasamontañas
para proteger su identidad, se constituyeron así en blanco de la furia
senderista que los acusaba de colaborar con la “reacción”; mientras que la renuencia a la formación de rondas
los enfrentaba a la ferocidad represiva del ejército peruano. El Dr. Germán
Medina, parlamentario izquierdista por el departamento de Ayacucho, comentaba
al respecto: “En algunos lugares la formación de rondas implicaba el traslado
de comunidades de las zonas altas a los valles, funcionando como colchones para
proteger las bases militares. Eran obligados a peinar el área buscando
senderistas, con los soldados detrás. Quien no participaba era considerado
sospechoso.
“La creación de rondas exacerbó las luchas
entre las comunidades e hizo salir a la luz los viejos resentimientos. (...)
Los campesinos tratan de aprovecharse de las rondas para ajustes de cuentas o
simplemente para ganar ventajas políticas. Pero pueblos enteros han
desaparecido, ya sea por masacres o por emigración, que es lo que el ejército
desea, pues deja a los senderistas sin tener donde ocultarse y sin gente para
sostenerlos” (en Strong, 1993: 170).
El informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación
(CVR), creada en el año 2001 con el objeto de analizar las dos décadas
(1980-2000) de conflicto armado interno que asoló al Perú, reveló que el sector
más afectado por la violencia, tanto revolucionaria como represiva, fue el de
los campesinos indígenas, grupo social al que pertenece el 75% de las víctimas
de un total que, según estimó el mencionado informe, supera las 69 mil muertes (CVR, 2003).
La prolongada guerra interior colombiana,
orientada a partir de 1997 hacia una estrategia de disputa territorial y
control de las bases de apoyo, entre, por un lado, el Ejército y los
paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), y, por el otro, las
guerrillas izquierdistas de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional
(ELN), principalmente; elevó significativamente los niveles de violencia
política a los que se hallaban expuestas las comunidades indias que
históricamente habitan en los territorios en cuestión. Este giro en la
contienda ha ocasionado que de los 92 pueblos indígenas que actualmente existen
en el país, 37 de ellos se hayan visto afectados por homicidios políticos y 21
presenten una tasa superior a la nacional, ya de por sí una de las más altas
del mundo. Según una estimación realizada por el Sistema de Información
Geográfica sobre Pueblos Indígenas de Colombia de CECOIN (Centro de Cooperación
Indígena), entre los años 1974-2004, los pueblos originarios colombianos fueron
víctimas de 1.889 asesinatos políticos perpetrados por los diferentes actores
del conflicto en proporciones desiguales: Ejército/fuerzas policiales 9,21%,
paramilitares 36,42% y organizaciones insurgentes 22,02%; de los que no se
pueden excluir en una primera etapa a los grupos armados al servicio de
terratenientes, narcotraficantes y otros 32,35%. En el mismo período se
registraron además 228 desapariciones forzadas y masivos desplazamientos de poblaciones
indígenas de las zonas de hostilidades. Algunas de las etnias más perjudicadas
por la violencia política son los nasa, emberá katío, emberá chamí, kankuamo,
wayúu, senú, pijao, emberá, inga y wiwa (arzario), entre muchas otras (Villa y Houghton, 2005: 16, 22, 24 y 53).
La utilización de los recursos que les
provee la tecnología militar constituye la ventaja básica con la que cuentan a
su favor los ejércitos regulares, mejor pertrechados y abastecidos que los
grupos irregulares. Muchas veces, conscientes de esta superioridad e impotentes
frente a la táctica guerrillera, recurren a las técnicas contrarrevolucionarias
que aquí hemos descrito, cuya aplicación indiscriminada resulta en la muerte o
“desaparición” de infinidad de personas inocentes, violando sistemáticamente
los derechos humanos de las poblaciones indias, de las que sospechan simpatizan
con la guerrilla. El secretario de prensa del dictador guatemalteco Efraín Ríos
Montt respondía de la siguiente manera a la requisitoria periodística con
respecto a las atrocidades cometidas por el ejército en 1982: “Los guerrilleros
ganaron muchos colaboradores indígenas. Allí los indios eran subversivos. ¿Y
cómo se combate a los subversivos? Claramente, usted tiene que matar indios
porque ellos están colaborando con los subversivos” (AI, 1992: 35). Otro caso significativo:
en enero de 1994, al inicio del conflicto armado chiapaneco, aviones de combate
y helicópteros artillados de las Fuerzas Armadas mexicanas efectuaron numerosos
bombardeos no selectivos sobre las aldeas mayas en los Altos de Chiapas y en la Selva Lacandona ,
donde, presumían, se escondían combatientes del Ejército Zapatista de
Liberación Nacional (EZLN). En estos dos países también han proliferado las
bandas paramilitares, financiadas por los finqueros y controladas por el
ejército, las que asolaron a las poblaciones campesinas indefensas y a los
campamentos de refugiados (CIDH, 1998).
5. Consideraciones finales
Hemos intentado abordar aquí diversos
aspectos de un fenómeno complejo y poco estudiado, insertado de forma marginal
en la denominada cuestión indígena latinoamericana.
Genéricamente clasificadas como guerrillas
indígenas, algunas suelen aparecer implantadas en estructuras
político-militares marxistas ortodoxas, vehiculizadas como instrumento mínimo
de lucha. Es este un intrincado fenómeno, difícil de delimitar con precisión,
en el que, como vimos, tal vez cabría hablar de guerrillas indígenas
subyacentes o movimientos paraétnicos. Otras en cambio, dotadas de una
ideología binaria en la que se conjugan intereses de clase y etno-políticos, significaron
la apertura de un espacio mayor de lucha para las reivindicaciones indígenas,
el que fructificó particularmente durante la llamada segunda ola. Finalmente, en una etapa más reciente asistimos a la
emergencia de las guerrillas seminales, las cuales van definiendo un perfil
propio, adoptando, paulatinamente, la forma de movimientos armados
predominantemente indígenas. Estas agrupaciones insurgentes reconocen sus
antecedentes históricos en las luchas de resistencia anticolonialistas de los
pueblos indígenas, iniciadas a partir de la ocupación española en 1492 y
desarrolladas durante los últimos 500 años.
Es importante aclarar que estas guerrillas no constituyen una manifestación masiva
en las comunidades aldeanas o dentro del movimiento político indígena, el que
lleva a cabo su lucha a través de movilizaciones multitudinarias, paros,
bloqueo de rutas, toma pacífica de organismos públicos, recuperación de tierras
y otros métodos no violentos (ej. la Confederación de Nacionalidades Indígenas de
Ecuador, la Central
Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia y el
Consejo Regional Indígena del Cauca de Colombia), sino que se halla limitada a
la praxis de agrupaciones minoritarias y localizadas, aunque de innegable
extracción indígena. No obstante, y a la luz de los acontecimientos de Chiapas,
creemos que de no modificarse la actual situación de opresión y
superexplotación en la que estos pueblos se hallan inmersos, la insurrección
armada seminal será una opción latente en las conciencias de las etnias indias
de América latina.
(Continúa en ANEXO DOCUMENTAL I, II y III)
[1] Por ejemplo, el caciquismo en México. Esta institución tradicional ha sido reiteradamente repudiada por las organizaciones indígenas mexicanas por sus prácticas opresivas y corruptas.
[2] Término de uso común en la literatura especializada para describir actividades insurgentes de ideología binaria.
[3] Formalmente denominado Partido Comunista Peruano (PCP), Sendero Luminoso (SL), de filiación maoísta, inició sus actividades armadas el 17 de mayo de 1980 en Chuschi, pequeña población del departamento de Ayacucho, Perú. En septiembre de 1992, su líder máximo Abimael Guzmán (alias “Presidente Gonzalo”) fue capturado y puesto en prisión. Una fuerza residual, del otrora poderoso SL, continúa luchando en el Valle del Huallaga, en plena selva amazónica.
[4] El EGP se originó en la zona selvática de Chiapas, sobre el fronterizo río Ixcán, en el año 1972. Operaba principalmente en el departamento del Quiché y norte de Huehuetenango y a partir de los años 1975-76 contó con una fuerte presencia de campesinos indígenas en sus filas, especialmente de la etnia ixil del altiplano guatemalteco. El 7 de febrero de 1982 se incorporó a la coordinadora guerrillera Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG).
[5] En la clasificación de las diferentes épocas por las que atravesaron las organizaciones político-militares izquierdistas latinoamericanas, la segunda ola se caracteriza por que el centro de gravedad se traslada a Centroamérica, mientras que temporalmente ocupa toda la década del ’70 y parte de los ’80. Algunas excepciones llegan incluso a los años ’90 (ej.: URNG). Según César Careceres, las señas particulares de los grupos de la segunda generación eran de tres clases: a) rechazaban el foquismo y planeaban una guerra prolongada; b) pretendían involucrar a la población indígena; y c) perseguían un segundo frente igualmente importante en la comunidad internacional. (Castañeda, Jorge: ob. cit., pág. 134).
[6] La Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA) fue creada en 1971 en el occidente guatemalteco por Rodrigo Asturias, alias “Gaspar Ilóm”. Inicialmente implantada sólo en el ámbito rural, sus miembros eran mayoritariamente indígenas. El 7 de febrero de 1982 se incorporó a la URNG.
[7] La Teología de la Liberación "es una línea de pensamiento que se desarrolla al interior de la Iglesia Católica a partir del Concilio Vaticano II y de la Conferencia Episcopal de Medellín (1968). Esta corriente replantea la pastoral social de la Iglesia y promueve una relectura de la Biblia desde lo que define como una 'opción preferencial por los pobres'. (Rosalva Aída Hernández Castillo: De la Comunidad a la Convención Estatal de Mujeres. Las Campesinas Chiapanecas y sus Demandas de Género. En: La Explosión de Comunidades en Chiapas. IWGIA Doc. Nº 16. Copenhague, 1995. Pág. 66).
[8] La contrarrevolución estaba básicamente integrada por “los miembros de la derrotada Guardia Nacional, la burocracia política somocista y la élite terrateniente”, además de sectores de la clase empresaria. Armony, Ariel: La Argentina , Los Estados Unidos y la Cruzada Anticomunista en América Central, 1977-1984. Universidad Nacional de Quilmes. Buenos Aires, 1999. Pág. 171.
[9] “Los kataristas –afirma el investigador peruano José Tamayo Herrera- sostienen la idea de una Bolivia multiétnica y multinacional, con un centrismo andino muy marcado, de carácter racial y cultural” (Liberalismo, Indigenismo y Violencia en los Países Andinos (1850-1995). Universidad de Lima, Fondo de Desarrollo Editorial. Lima, 1998. Pág. 49).
[10] En 1978 militaba, junto a Constantino Lima, en el Movimiento Indio Túpac Katari (MITKA). Detenido entre los años 1992-97, desde 1998 y hasta 2006 Felipe Quispe fue el principal dirigente de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB).
[11] Creado en 1974, luego del Congreso del Cuzco, realizado en 1980, quedó disuelto.
[12] El MIP obtuvo en las elecciones generales de diciembre de 2005 un exiguo 2,16% de los sufragios emitidos, muy por debajo del 6,09% logrado en 2002; constituyéndose en la quinta fuerza a nivel nacional, aunque sin alcanzar representación parlamentaria. Lo mismo ocurrió en la circunscripción correspondiente a La Paz , bastión del MIP, donde obtuvo el 5,38% contra un 17,74% en 2002. Además, el no haber llegado al 3% mínimo de los votos válidos les significó la pérdida de la personería jurídica (La Razón. La Paz, 5 de enero de 2006).
[13] La CIA financió a los “contras” entre 1979 y 1985, año en el que estalló el escándalo político que puso fin a la ilegal operatoria utilizada por la agencia de inteligencia estadounidense para la obtención de los fondos destinados a la contrarrevolución. Dicho dinero provenía de la venta secreta de armas a Irán, lo que constituía una flagrante violación a la legislación norteamericana vigente al respecto y a la Enmienda Boland (aprobada en diciembre de 1982, prohibía cualquier maniobra destinada al derrocamiento del gobierno nicaragüense). El affaire fue conocido popularmente como “Operación Irán-Contras”.
[14] Según Francisco Pineda, en la actual estrategia militar de los Estados Unidos “la idea de baja intensidad alude al uso limitado de la fuerza para someter al adversario”. Fue concebida para combatir movimientos de liberación, revoluciones o cualquier conflicto que amenace sus intereses (La Guerra de Baja Intensidad. En: Chiapas 2. UNAM. México, 1996. Págs. 173-174).
[15] Según fuentes oficiales, en 1985 los hombres movilizados llegaban a 900.000 (Le Bot, Yvon. La Guerra en Tierras Mayas... Pág. 200).
[16] Para un informe más completo sobre las violaciones a los derechos humanos en este país, véase Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH): Guatemala, Memoria del Silencio. Guatemala, 1999.
CÓMO CITAR ESTE ENSAYO:
FAVA, Jorge: 2019 [2013], "La Revolución Seminal. Una lucha por la tierra, la identidad y la autodeterminación". Disponible en línea: <www.larevolucionseminal.blogspot.com.ar/2013/10/la-resistencia.html>. [Fecha de la consulta: día/mes/año].