martes, 8 de octubre de 2013

LA EXPLOTACIÓN

Relaciones Interétnicas de Producción en América Latina 


“El indígena no es un obstáculo para el progreso
del país, pero tampoco será su carne de cañón. El
problema no radica en la diversidad étnica, sino en
la desigualdad y la explotación que mantiene a...
millones de personas fuera de la riqueza social”
Declaración de Temoaya. México, 1979.


1. Introducción

Según estimaciones realizadas en la década del ’50, el total de indígenas que vivían por aquel entonces en América latina alcanzaba aproximadamente a unos 30 millones de personas, distribuidos de forma irregular entre los Estados-nación que integran esta región del planeta. En Bolivia y Guatemala, por ejemplo, la población aborigen alcanzaba el 55% del total nacional, en Perú y Ecuador ascendía al 40%, en tanto que en México y El Salvador se aproximaba al 20%. En el resto de los países la proporción de indígenas estaba por debajo del 6% (Hernández, 1984: 14). De acuerdo a cifras dadas a conocer en 1968 por el Departamento de Misiones de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM), se conjeturaba que la cantidad de indígenas en la región era de aproximadamente 26.028.072 personas, como sinónimo de datos obtenidos a través de medios oficiales, y de 43.485.410, como sinónimo de mayores posibilidades de exactitud. Por su parte, la antropóloga argentina Isabel Hernández estimaba que la población india de América latina para 1970-77 acumulaba un porcentaje sobre el total global de 10,9%, no sin advertir sobre las múltiples imprecisiones de los datos estadísticos en materia de población aborigen (1985: 59-62). Evaluaciones más recientes arrojan cifras que superan los 40 millones de individuos, desigualmente distribuidos entre 409 grupos étnicos (Jordán Pando, 1990). Datos sujetos a corrección a partir de la realización de un nuevo y más completo censo que incluya desagregación por condición étnica, contemplando todas las facetas de la misma.

Históricamente los censos sobre población autóctona en América latina han mostrado guarismos que se evidencian muy inferiores a la realidad demográfica y estadística de estos pueblos. Las causas habrá que buscarlas en tres aspectos fundamentales sobre los que gira la temática indígena cuando de números se habla:

a) Lo inaccesible de algunas comunidades y/o unidades familiares, a las cuales no accedieron los prospectores censales;

b) La falta de unidad de criterio en cuanto al establecimiento de los principales indicadores de identificación étnica del sujeto a censar; y

c) Una pronunciada discriminación etno-cultural que abre un abismo de marginación y desprecio, negando a América latina su conformación básica multiétnica y pluricultural; buscándose, al propio tiempo, la minimización de la cuestión india en la región a través de la contracción de los números absolutos. “Un prurito –decía el intelectual argentino Ricardo Rojas- de ser nación exclusivamente blanca, eliminó a los indios (...) hasta de los censos" (en Magrassi, 1987: 7).

Intentaremos aquí una aproximación analítica a las relaciones interétnicas de producción latinoamericanas y a la condición de pueblos oprimidos y superexplotados de las etnias nativas que a través de aquellas se manifiesta.

2. La explotación de la mano de obra indígena

Pasadas la invasión y conquista española, ya en tiempos republicanos, los pueblos indígenas debieron soportar la pérdida de sus últimos territorios ancestrales como fruto del avance de los frentes de expansión de la sociedad nacional, para quien el indio era una amenaza y un obstáculo (Ribeiro, 1973: 3). Los aborígenes fueron así arrinconados en las denominadas “regiones de refugio”,[1] marginados y superexplotados en su doble condición de clase oprimida y étnico-cultural. La absorción por parte del mercado capitalista de los escasos márgenes de ganancia por la producción de valores de cambio y la apropiación de las utilidades como fuerza de trabajo asalariada, se suma a la discriminación racial y cultural, más sutil pero también más traumática, que se objetiva y reproduce a través de las condiciones abusivas de la contratación de mano de obra indígena y la imposición de un sistema educativo y religioso que agrede, corrompe y destruye la personalidad básica de los grupos étnicos, desdibujando su perfil cultural y social específico, destribalizándolos, y poniéndolos, en definitiva, a merced de los explotadores de turno. Se cierra este círculo infame con la tan ansiada –por los no indígenas- “asimilación” de los pueblos indios, la que lleva implícita la muerte cultural de los mismos.

Ni tan siquiera las yermas tierras que ocupan les pertenecen. La Mapú de los mapuches, la Ywy de los guaraníes, la Pacha de los quechuas y aymaras o la Tlalli de los mexicas, entre otros muchos casos, han sido adquiridas por poderosos grupos económicos o particulares enriquecidos que los contratan para el trabajo en ingenios, plantaciones, obrajes madereros, campos petroleros, establecimientos agropecuarios, minas y socavones, por magras pagas sin ningún beneficio social que los ampare, haciendo de la explotación una práctica habitual. Por su parte, las tierras que continúan siendo fiscales se tornan inaccesibles debido a la inoperancia, casi siempre interesada, de la burocracia indigenista oficial que transforma en quimérico cualquier intento de titularización o demarcación de territorio indígena. La no-tenencia de títulos de propiedad colectiva sobre las reducidas tierras que ocupan, crea en los grupos tribales un sentimiento de inseguridad y desconfianza, exponiéndolos a sorpresivos traslados y reubicaciones, generalmente a tierras de escaso valor productivo. La inexistencia de financiamiento oficial para planes de etnodesarrollo en las comunidades, o el manejo clientelar y corrupto de los mismos -cuando los hay-, imposibilita la tecnificación de la producción y desalienta cualquier iniciativa de capitalización.

2.1. Autoconsumo

Repacemos ahora, someramente, las dos principales modalidades de explotación etnoeconómicas de autoconsumo (extractiva y productiva) y sus áreas de influencia en América latina:

a) Caza, pesca y recolección: los alimentos de origen animal y vegetal que recolectan los pueblos de economía extractiva constituyen, según sean las características ecológicas del área en explotación, una fuente importante de recursos naturales para la dieta del grupo étnico, o simplemente un recurso subsidiario de la misma. Básicamente se recoge todo aquello que la experiencia acumulada por muchas generaciones enseña que es comestible, como por ejemplo: larvas, huevos (de aves y tortugas), médula de palmeras, raíces, miel silvestre, cacao, almejas de río, piñones de pehuén, etc. También se recolecta leña y excremento animal para encender fuego y hojas de bromeliáceas para la confección de hilados de fibra. En la puna andina cobra importancia el tráfico para el comercio de la sal de origen mineral. Por su parte, en las tórridas selvas tropicales las principales piezas de caza las constituyen los monos, ranas, lagartos, víboras, yacarés, pavos del monte, armadillos, venados, pecaríes, roedores, tortugas y tapires. En las llanuras y estepas: zorros, ciervos, corzuelas, guanacos y ñandúes. En todas las áreas se cazan aves y se utilizan diferentes técnicas tradicionales para la obtención de pescados de río y/o de mar. A excepción de lo que aún ocurre en las regiones aisladas, la caza y la pesca constituyen prácticas económicas en retracción, debido a la inescrupulosa explotación y depredación de las selvas y sus especies autóctonas realizada por unidades de producción capitalistas y cazadores furtivos, lo que ocasiona un grave perjuicio a la economía indígena.

b) Agricultura, horticultura y pastoralismo: entre los cultivadores tropicales de México, Centro y Sudamérica adquiere gran importancia la producción de mandioca (o yuca), jícama, maíz, poroto, ají, ñame, tabaco, cacao, maní, ananá, camote, diversas variedades de palmeras, banana, melón, sandía, zapallo, tomate, caña de azúcar, algodón, etc. En tanto, en las tierras áridas y semiáridas mesoamericanas, la trilogía maíz-fríjol-calabaza se constituye en la base de la agricultura de riego india. En las altiplanicies de los Andes meridionales el cultivo de la papa, la quínoa, las habas y la avena se complementa con el pastoreo de auquénidos (llamas y alpacas), ovinos y caprinos, con una trashumancia estacional muy intensa. Se advierte una escasa presencia de ganado vacuno. En el extremo sur del continente, en las desoladas tierras patagónicas, crianceros de ganadería menor, principalmente caprinos y ovinos, enfrentan condiciones ecológicas y climáticas muy duras que les imponen una ganadería de tipo extensiva con periódicos traslados entre las zonas de veranada e invernada, en procura de campos de pastoreo. El escaso número de ganado bovino, equino y mular está directamente relacionado con las pobres características del ecosistema.

2.2. Trabajo y excedente: formas de apropiación

¿Pero cuáles fueron las condiciones objetivas que llevaron a la actual situación de opresión? “El retraso –opina Marvin Harris- de vastas multitudes del campesinado del Nuevo Mundo, analfabetas, inhábiles, apartadas del siglo veinte y de sus brillantes progresos tecnológicos, no se produjo por sí solo. Estos millones (...) fueron entrenados, para desempeñar su papel en la historia del mundo, durante cuatro siglos (hoy ya suman cinco) de condicionamiento físico y mental” (1973: 159. La aclaración entre paréntesis es nuestra). Si para Lesley Simpson “la conquista de México fue la captura de la mano de obra nativa” (en Harris, 1973: 25), en el resto de los países de América latina la historia no fue muy diferente. Durante el período colonial, y aún con posterioridad a éste, destruida ya la estructura económica indígena, rigió las relaciones de producción la figura de la compulsión extraeconómica, estableciendo al trabajador “una obligación a rendir alguna forma de renta –servicios a prestar u obligaciones a pagar- por la fuerza. La compulsión es el modo de ser de ‘la fuerza’ utilizada en el establecimiento de una relación social con una cuota considerable de dependencia personal, (y) con un grado significativo de privación de la libertad personal del productor directo” (Azcuy Ameghino, 1990: 45). La esclavitud, el yanaconazgo, la encomienda y la mita fueron instituciones que imperaron en las colonias hispanoamericanas, y consumieron la vida de millones de indígenas.[2] Examinemos las características centrales de cada una de ellas y sus desarrollos posteriores.

Durante los últimos años del siglo XV y la primera mitad del XVI, los indígenas de las Antillas y de buena parte de las tierras bajas continentales fueron sometidos a un impiadoso régimen de esclavitud no institucionalizado, que posteriormente fue reemplazado por la encomienda; sistema contemporáneo de aquel e igualmente inhumano en la consecución del propósito de la apropiación y control de la fuerza de trabajo nativa. La abolición de la esclavitud fue acompañada por la imposición de restricciones en los alcances de la encomienda, que se materializaron a través de un conjunto de leyes promulgadas por la Corona española en 1542. Las Nuevas Leyes, como se las conoció, tenían como objeto último, más allá de consideraciones humanitarias, afirmar la soberanía de la Casa Real sobre las colonias americanas y proteger su derecho a percibir una parte sustancial de los tributos que allí se erogaban. Por su parte, la calculada misericordia del clero católico, que había abogado ante la Corte por el fin de la esclavitud, aparentemente preocupado por el trato brutal dispensado a los indios, e insistido sobre la obligatoriedad de la conversión de éstos al cristianismo, respondía en realidad al solapado designio de consolidar su autoridad en las colonias ultramarinas a través de la preservación y la sujeción espiritual del diezmado rebaño nativo (Harris, 1973: 26, 32, 34 y 35). En lo que respecta a las masas indígenas, en la práctica su penosa situación no varió significativamente, como veremos más adelante.

De procedencia incaica, el yanaconazgo (especie de prestación doméstica vitalicia) fue readaptado a las necesidades del conquistador, transformándose, según Adolfo Colombres, en un régimen de “servidumbre a la que se reducía a las tribus hostiles, (y que luego) fue extendido a tribus pacíficas, a las que se hacía la guerra arbitrariamente, acusándolas de falsos delitos” (1976: 30). Las prestaciones domésticas que el yanacona estaba obligado a brindar gratuitamente al patrón, fueron generalizadas a otros sectores de la población indígena con el objeto de abastecer la demanda que de estos servicios existía. De esta manera, los campesinos despojados de sus tierras fueron coercitivamente reclutados para realizar dichas tareas en las haciendas, las plantaciones y las ciudades.

En el sistema de encomienda, instituido en 1505 (Mira Caballos, 2000: 21 y ss.), la Corona le otorgaba a un súbdito español que se había destacado en la Conquista de los nuevos territorios un grupo de indios, o incluso pueblos enteros, en calidad de tributarios y servidores. A cambio, el encomendero se comprometía a dar cumplimiento a la principal exigencia que este instituto le imponía y que consistía en el adoctrinamiento en la fe católica de los indios a su cargo.[3] El encomendero podía exigir el tributo y el trabajo de los indígenas que le habían sido concedidos, pero, desde una perspectiva legal, ni éstos ni las tierras en que habitaban eran considerados de su propiedad (Díaz Polanco, 1991: 66). La naturaleza finita de la encomienda, que por lo general era trasladable por herencia sólo una vez (es decir que estaba vigente por “dos vidas”), potenció el carácter depredador de la misma, ya que el encomendero trataba de extraer la máxima ganancia en el menor tiempo posible sin reparar en las consecuencias trágicas, en término de perdida de vidas humanas, que esta práctica voraz y despiadada tenía entre los indígenas (Díaz Polanco, 1991: 66-67).[4]

Con el propósito de debilitar el alarmante poder acumulado por los encomenderos durante las cinco décadas posteriores al Descubrimiento, a mediados del siglo XVI la Corona transfirió de éstos últimos hacia los funcionarios reales la potestad de conscripción y distribución de la mano de obra indígena en las colonias. Para ello se sirvió de la mita (“turno” en quechua), un sistema de origen peruano que en tiempos del imperio inca “consistía en el establecimiento de un servicio personal obligatorio” (Baudin, 1972: 512), de carácter temporal y con la finalidad de servir en tareas de interés común. La mita fue así reestructurada con un sentido mercantilista, más propio del dogma económico hispano de aquella época, y se la conoció con diversos nombres, tales como: “repartimiento” o “coatequitl” en México y “mandamiento” en Guatemala. Su metodología era la siguiente: “Los funcionarios reales o ‘repartidores´ recibían las solicitudes de los encomenderos, los colonos, el clero, las autoridades reales e incluso de los caciques, procediendo entonces al reclutamiento forzoso de trabajadores indios para las tareas agrícolas, mineras, obras públicas y servicio doméstico” (Díaz Polanco, 1991: 69).[5] Debido a que en esta nueva modalidad la manutención y la reproducción de los migrantes forzados estaban a cargo de la economía indígena, ni siquiera los precarios mecanismos de protección propios de la esclavitud los colocaban a resguardo de la superexplotación, ya que esta no ponía en peligro una costosa inversión empresarial (Tandeter, 1992: 52). Las muertes masivas de indios mitayos durante los largos y brutales años de servicio en las minas de Potosí, Oruro (Bolivia), Huancavelica (Perú), Guanajuato y Zacatecas (México), constituyen un ejemplo paradigmático de la cruel e insaciable codicia que movía a los colonizadores.[6]

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En la etapa republicana, la desamortización de las posesiones rurales de la Iglesia católica y la aceleración del cambio de régimen de propiedad de la tierra india (de comunitario a privado), inspirados en la ideología liberal dominante entre los nacientes Estados nacionales latinoamericanos; sumados al vertiginoso descenso de la población nativa registrado durante el período colonial, consolidaron una serie de transformaciones en los modos de producción, dando origen a nuevas formas de explotación de la fuerza laboral aborigen.

El sistema de hacienda o finca (palabra que en Centroamérica designa tanto a una unidad de producción agrícola como a una ganadera), heredero de la encomienda y la servidumbre agraria del siglo XVI, se estructuró a partir de un largo proceso de usurpación de tierras indígenas que obligó a las comunidades campesinas[7] capturadas dentro de las nuevas fronteras de la hacienda, a trabajar gratuitamente en beneficio del hacendado para que éste les permitiera vivir dentro de su propiedad. Es durante el siglo XIX que este modelo de hacienda domina la escena económica de la región a través de las plantaciones y las fincas de tipo capitalista, productoras de café, banana, azúcar, maíz, ganado, etc., prolongando hasta bien entrado el siglo XX las odiosas relaciones de producción fundadas en las prestaciones serviles a las que se sometía a los llamados peones “acasillados”, es decir, “atados” a la hacienda. Un sector importante por su número,  surgido como resultado de la subdivisión de los resguardos indios, lo constituían los campesinos parcelarios, ex indígenas comuneros devenidos en propietarios de pequeñas parcelas que explotaban de manera individual y sobre las cuales debían soportar una carga impositiva. Buena parte de ellos, imposibilitados de mantener sus tierras bajo estas nuevas condiciones, terminaron siendo absorbidos por las grandes haciendas criollas. El resto de las comunidades, si bien no desaparecieron totalmente, quedaron como reducidos enclaves étnicos en zonas económicas marginales, aferradas a sus modos tradicionales de generación de riquezas. Una situación similar se registró en Guatemala, Perú, Bolivia y Ecuador. En la Argentina, gran cantidad de conas (guerreros) de las tribus mapuches y tehuelches de los caciques Sayhueque, Inacayal, Foyel y Chiquichan fueron desarraigados de su tierra patagónica y trasladados en 1885 como mano de obra forzada a los ingenios norteños, de donde no regresaron jamás. Otros entraron a servir como domésticos en las casas de la clase acomodada de Buenos Aires (Curruhuinca y Roux, 1986: 121). En 1899 el diputado Cabral exponía en el Congreso argentino que “Las maderas y las ceras que gastan los pobres y los ricos, y que representan millones de pesos, todos esos valores llevan el sello de la mano del indio” (D.S.D. 07/06/1899). En la apertura del período ordinario de sesiones de 1912, el presidente Roque Sáenz Peña desnudaba en el Parlamento su interesado humanismo: “La colonización indígena será objeto de mi preferente atención. Considero que en favor del buen trato y conservación de los indios militan no solo un mandato constitucional y razones de humanidad, sino otras muy interesantes de orden económico. El indígena es un elemento inapreciable para ciertas industrias, porque está aclimatado y supone la mano de obra barata, en condiciones de difícil competencia” (D.S.S. 07/06/1912). Tres años después, en 1915, el diputado socialista Alfredo Palacios denunciaba la inescrupulosa explotación de los braceros indígenas y sus infaustas consecuencias: “a los 25/30 años se observa en ellos, por efecto del trabajo penoso, de la alimentación deficiente, y del alcohol que los intoxica, una decadencia física que los marca con el estigma de la tuberculosis” (D.S.D. 25/06/1915). Durante el dilatado gobierno del presidente mexicano Porfirio Díaz (1876-1880; 1884-1911), los conflictos surgidos con los rebeldes yaquis de Sonora y mayas de Yucatán se resolvieron con el confinamiento de estos indígenas en los campos de trabajo forzado, donde dejaron sus huesos (Benjamin, 1995: 113). En Brasil, la Comisión Rondon sacó a la luz pública en 1916 la desoladora situación en la que ya en aquella temprana fecha se encontraban los indígenas paresi del Mato Grosso, cuya integración a la economía regional como extractores de productos forestales les significó el ser esclavizados por los colonos y perseguidos por los buscadores de caucho, quienes pretendían apropiarse del monopolio de la explotación del valioso polímero (Ribeiro, 1992: 128). Una situación similar se daba en la Amazonía peruana y colombiana con la práctica de la llamada "correría", la que consistía en la captura de nativos (cashivo, yaminahua, huarayo, wuitoto, ocaina, bora y otros) para utilizarlos como fuerza de trabajo esclava en la extracción del caucho.

El peonaje por deuda fue otra de las estratagemas expoliadoras utilizadas en el reclutamiento y control de la mano de obra indígena destinada a las haciendas, que en la segunda mitad del siglo XIX se institucionalizó social y económicamente (Benjamin, 1995: 52). Este método consistió en adelantar en crédito al trabajador, herramientas, ropa, comida, medicinas y demás productos a precios sobrevaluados, a la vez que se le asignaba una retribución económica por debajo de las posibilidades de cancelación de la deuda contraída con el patrón-proveedor. El efecto consecuente de este régimen perverso, se traducía en la servidumbre permanente del trabajador indígena con respecto al empleador capitalista. En ocasiones, al morir el jefe de familia sin haber podido saldar su deuda, la obligación era heredada por los hijos (Harris, 1973: 43).[8] La Organización Internacional del Trabajo (OIT) y organismos de derechos humanos, entre otras fuentes, aseguran la persistencia de este sistema en determinadas regiones de América latina, ya sea en su versión primitiva o a través de variantes subsidiarias del mismo tales como el “enganche” o la “habilitación” (anticipo en dinero a devolver sólo con trabajo), lo que implica la intermediación de un contratista o agente reclutador (“enganchador”) (Bedoya y Bedoya, 2005a y 2005b; Survival International, 2000: 12).[9]

Las múltiples formas de expropiación del trabajo indio instrumentadas por los terratenientes también contemplaron el aprovechamiento de la masa disponible de trabajadores “libres”. Básicamente éstos eran campesinos sin tierra que no se encontraban sujetos a una finca o hacienda por algunos de los institutos que mencionamos anteriormente, y que se empleaban como jornaleros itinerantes por míseras pagas diarias durante determinadas temporadas anuales, o bien se ocupaban de la explotación de parcelas de tierras a través de los sistemas de arrendamiento y aparcería (supervivencias modificadas del antiguo “colonato”). En el primero de estos dos últimos casos, para obtener temporalmente el derecho de explotación de una parcela de tierra debían pagarle al finquero una renta en efectivo o cederle un porcentaje de lo obtenido en la cosecha. En el segundo, los aparceros, denominados “pegujaleros” en Bolivia, “huasipungeros” en Ecuador, “inquilinos” en Chile, “terrazgueros” en Colombia y “baldíos” en México, laboraban una pequeña porción de las tierras de la finca en su propio provecho, y en retribución cedían al dueño una determinada cantidad de días por año de su trabajo. La extensión de las parcelas asignadas a los colonos, como así también el período de tiempo que éstos estaban obligados a trabajar en las tierras del latifundista, variaban según las regiones y los países. Aunque en todos los casos la ecuación resultante era siempre altamente desfavorable para los aparceros.[10] En ambos regímenes estaban sujetos, además, a una prestación de servicios personales al patrón, los que insumían una porción importante del tiempo y las energías disponibles para los quehaceres de su propia supervivencia (por ejemplo el "pongueaje" en Bolivia, eliminado por la reforma Agraria de 1953). De esta manera el finquero obtenía mano de obra barata, a la vez que se adueñaba de parte de la producción sin arriesgar capital ante un eventual fracaso de la cosecha, ni asumir los gastos operativos que de ella resultan. También era frecuente que el hacendado despojara a los colonos de las parcelas que usufructuaban, con la finalidad de apropiarse de las mejoras que estos les habían introducido. El arrendamiento y la aparcería fueron prácticas muy extendidas en espacio y tiempo por toda América latina, a las que en ocasiones se intentó regular en aspectos contractuales tales como: porcentaje de la renta, calidad de la tierra, uso de las aguas, aporte de insumos y herramientas, etc., sin mucho éxito, lo que hizo que, aunque reformados, los viejos métodos siguieran vigentes (Benjamin, 1995: 113 y 208).

A partir de 1870, la creciente demanda de materias primas originada en las naciones industrializadas de Europa y Norteamérica, organizó la estructura económica latinoamericana de acuerdo a sus propias necesidades y exigencias, sentando las bases para el desarrollo de un modelo de capitalismo dependiente en los países de la región. En consecuencia, el mapa de la especialización productiva en monocultivos destinados a la exportación se fue configurando de la siguiente manera: café en Brasil, América Central y Colombia; metales, principalmente plata y cobre, en Bolivia, México y Chile; caucho en la amazonía peruano-brasileña; salitre en la costa pacífica de Chile, Bolivia y Perú; cacao en la región amazónica brasileña; azúcar en Cuba, Brasil y la costa peruana; cereales y ganado en las llanuras del Río de la Plata; bananas en la costa atlántica centroamericana; y tabaco en Cuba y regiones brasileñas (Col. Nac. de Buenos Aires, 2002: 372).

Campesinos indígenas peruanos saludan las conquistas de la Reforma Agraria de 1969.

Con la cancelación de las tierras comunales y de los bienes inmuebles de la Iglesia en el siglo XIX, se inició -como se dijo- un proceso de acumulación capitalista de tierras que acentuó las desigualdades en el desarrollo de las economías agrícolas (Stavenhagen, 1974: 90) y dio nacimiento a la oligarquía terrateniente criolla. Es en el siglo XX, especialmente en su segunda mitad, cuando una serie de reformas agrarias encaradas por gobiernos civiles progresistas, revolucionarios o juntas militares nacionalistas, intentaron revertir las características regresivas de la estructura agraria latinoamericana, basada en el latifundio y en formas parafeudales de explotación de la mano de obra campesina. Así, fueron surgiendo en algunos países de la región ensayos de reformas al régimen de tenencia de la tierra con suerte diversa. El proceso se inicia en México en 1915 y le siguen Bolivia y Guatemala en 1953, Venezuela en 1960, Ecuador 1964, Perú en 1969, Chile en 1971, Honduras en 1975, El Salvador en 1979 y Nicaragua en 1981, entre otros. Muchas de estas reformas fueron abortadas antes de su conclusión debido a la acérrima oposición de las influyentes oligarquías terratenientes o de las grandes compañías monopólicas extranjeras, poseedoras de buena parte de las tierras cultivables. Otras resultaron insuficientes en sus alcances, fueron mal instrumentadas o pecaron de parciales, no llegando a abarcar la totalidad de los latifundios existentes; lo que imposibilitó que se modificaran de manera radical las condiciones estructurales que las habían incubado. Las reformas agrarias mexicana (particularmente la efectuada a partir de 1934), boliviana y peruana, no obstante sus deficiencias y posteriores retrocesos, fueron las que más avanzaron en la consecución de sus objetivos, transformando el panorama económico y social en el campo y desarticulando el poder omnímodo que ejercían los latifundistas a través del gamonalismo.[11] La vasta reforma agraria realizada en Cuba a partir de 1959, queda excluida de nuestro análisis porque al momento de aplicarse ya no existía población de origen indígena en la mencionada isla caribeña.

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Progresivamente el trabajador asalariado fue desplazando a las otras relaciones de trabajo (forzado, endeudamiento, colonato) en la economía de base agroexportadora, y fueron surgiendo así nuevos modos y formas de articulación del trabajador indígena con el mercado laboral capitalista. En la actualidad, la incompatibilidad entre el modelo económico étnico y la estrechez de las tierras a las que se les permite acceder, los constriñe a constituirse en reserva de fuerza de trabajo temporaria (cuadrilleros y jornaleros episódicos) del sistema capitalista dominante o a emigrar definitivamente de las comunidades aldeanas, desarticulándose en consecuencia la economía cooperativa familiar. De esta manera, los trabajadores indios son absorbidos por el trabajo asalariado en oficios y ocupaciones tales como:  servicio doméstico, aserraderos, hornos de carbón y de ladrillos, industria de la construcción, talleres manufactureros informales, pesquerías, floricultura, jardinería, cosecheros de frutas y hortalizas, cortadores de caña de azúcar, recolectores de café, pizcadores de algodón, hacheros, esquiladores, mineros, soldados, etc.; o en changas de desmonte, carpida, macheteada y limpieza. Por su parte, la actividad extractiva de la pesca y la caza produce excedentes comerciables sólo en una determinada época del año, en tanto que los diferentes tipos de agricultura exhiben predominantemente características de subsistencia.

La disponibilidad de mercancías para la comercialización, como excedente de la producción destinada al autoconsumo, incluye materias primas de origen vegetal, animal y/o mineral (cereales, hortalizas, flores, tabaco, algodón, madera, carne, pescado, lana, pelo, pluma, cuero y sal), además de la elaboración de artesanías como valor de uso y también valor de cambio. La ganancia que por sobre el costo de producción de estas mercancías deberían percibir, no es pagada por el sector intermediario, lo que hace aún mayor la transferencia de excedentes al mercado envolvente de la sociedad nacional, la misma sociedad que prejuiciosamente creara el estereotipo del indio flojo y holgazán, buscando, como finalidad última, una justificación ideológica a su acción opresora. “O sea –dice Isabel Hernández- que mientras el dominador comienza a discriminar porque explota, luego continúa explotando porque discrimina” (1985: 45).

A partir de la falsa premisa del “atraso cultural” indígena, se dijo que los indios son pobres porque son indios; lo que dio origen a la construcción de un pensamiento circular en el que se define al indio por ser pobre, y se define al pobre por ser indio. Esta tesis tuvo la oportunidad de ser investigada en México aprovechando una situación que presentaba  condiciones ideales para su elucidación definitiva. La reforma agraria de la década del ’30 colocó a los ejidatarios[12] indígenas y mestizos de la región mazahua, próxima a la ciudad de México, en igualdad de condiciones de producción con respecto a distribución de tierras, insumos agrícolas, etc. Cuarenta años después, los indígenas mazahuas eran más pobres. Como este resultado parecía, a primera vista, respaldar el estereotipo dominante sobre la cuestión, la investigación se centró en las prácticas culturales especiales como las causas posibles del atraso indígena. El análisis de los datos permitió establecer cuales fueron los mecanismos que llevaron a la desigualdad económica:

a) Los créditos para maquinaria, fertilizantes y demás insumos, fueron otorgados exclusivamente a los campesinos mestizos.

b) El aparato policíaco y judicial cooptado por los políticos locales, asociado a los terratenientes y comerciantes, impidió que los indígenas mazahuas accedieran a una defensa legal o política imparcial en contra del sistemático despojo de tierras, el asesinato o de la discriminación social de la que eran objeto.

c) Los mazahuas se han visto impelidos a abandonar sus actividades tradicionales como comerciantes al menudeo, procesadores de productos locales y artesanos, debido al impacto que la economía industrial capitalista tuvo en su región; sin que a cambio tuvieran acceso a las ocupaciones que la nueva situación económica había creado (empleos de choferes, maestros,  funcionarios públicos, mecánicos, etc.), ya que éstas fueron cubiertas por los hijos de los mestizos.

d) Ante una fuerte presión demográfica sobre la tierra, algunos descendientes de las familias mestizas fueron ocupando los nuevos puestos que se creaban, descomprimiendo la situación familiar al liberar de esta manera parcelas de tierra que pasaban a usufructuar sus hermanos. Contrariamente, los hijos de los indígenas mazahuas han quedado confinados en las reducidas parcelas de tierras de sus padres ejidatarios, lo que ha producido una mayor subdivisión de las mismas y la consecuente agudización del minifundismo.

e) La discriminación en las relaciones comunitarias y de parentesco ha obrado como un muro insalvable que le ha restado oportunidades económicas y/o políticas a los mazahuas (Arizpe, 1989: 176).

Como se demuestra claramente en este estudio, ningún factor cultural interviene de forma decisiva en la situación de desigualdad económica planteada entre mazahuas y mestizos, sino que lo que subyace es una manifiesta discriminación y marginación por condición étnica que opera a favor de los mestizos, otorgándoles evidentes ventajas económicas, y en detrimento de los indígenas, excluyéndolos de las mismas.

La mediería es una modalidad de producción, o mejor dicho de expoliación  -fundamentalmente de la población laboralmente dependiente-, que algunos autores incluyen dentro de la tipología del régimen de arrendamiento familiar (Stavenhagen, 1974: 83-84). Sus características principales son: a) la propiedad de la tierra y de los instrumentos de labranza pertenece al capitalista rentista, que por lo general vive en la ciudad; b) la producción es compartida entre el propietario de la tierra –que tiene un alto valor de cambio- y el mediero en proporciones previamente estipuladas, siempre favorables al primero; c) el trabajo del mediero es muy exigente, con largas jornadas a la intemperie en las que participa todo el núcleo familiar; e) la mano de obra subcontratada es barata, especialmente en los mercados de trabajo rural informales; abuso que se acentúa en el caso de los trabajadores de origen indígena;[13] y d) los contratos, cuando existen, duran lo que el ciclo agrícola, es decir, menos de un año.

Formas parcialmente capitalistas de producción catalogadas genéricamente como mediería fueron, y aún lo son, aplicadas en diversos países de Latinoamérica. Analizaremos aquí puntualmente el caso argentino por ser sobre el que mayor información poseemos.

En las quintas del cinturón hortícola del conurbano bonaerense y en el ámbito rural periurbano de las principales ciudades del interior de Argentina, se encuentra muy difundida en la actualidad una práctica que combina mediería y subcontratación de mano de obra transitoria, la que, en un contexto de sobreoferta y precarización laboral, ha terminado por desplazar al trabajador asalariado, reemplazándolo por formas semi-serviles de trabajo.[14] En este sistema el propietario aporta tierra, capital operativo y tecnología mecánica, mientras que por su parte el mediero se compromete a realizar la totalidad de la labor relacionada con la producción, recibiendo a cambio entre el 25 y el 40% de las utilidades por la venta de la cosecha, compartiendo con el patrón los riesgos inherentes a la misma. El mediero subcontrata, a su vez, mano de obra temporaria, por lo general migrantes estacionales del noroeste argentino y de las provincias bolivianas de Tarija, Potosí y Cochabamba -muchos de ellos de origen indígena-, a los que les paga entre un 10 y un 20% del valor del jornal, el que en algunos casos se prolonga hasta 16 horas diarias, les proporciona un techo precario, comida sobre la base de una reducida variedad de legumbres y les retiene los documentos para evitar las fugas (Vila, 1993: 18). En el caso de los ilegales indocumentados, la situación es más dramática aún: perciben míseros jornales, no suelen figurar en los padrones de las quintas, no tienen cobertura social para la atención de su sanidad, ni están protegidos por la legislación laboral, hacinándose en barracas infectas con sus familias, las que también quedan afectadas al trabajo rural pero sin retribución económica a cambio. Como vemos, hay en este sistema una transferencia hacia abajo de las desventajas propias de los contratos laborales arbitrarios, en el que los más desposeídos deben soportar toda la carga de una relación de producción altamente prejuiciosa y profundamente desigual.

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Un tratamiento especial merecen las relaciones de producción derivadas del cultivo de la hoja de coca en los valles cálidos de Bolivia, Perú, Colombia y Ecuador. En estos países, la sobreproducción de dicha planta se encuentra ilegalizada debido a que el excedente que de ella resulta, descontada la fracción destinada al consumo tradicional,[15] es utilizado en la fabricación de clorhidrato de cocaína en laboratorios clandestinos de los cárteles del narcotráfico. Como consecuencia de esta inconducente política antidrogas, fogoneada desde el Departamento de Estado de los Estados Unidos y dirigida por la DEA (Drug Enforcement Agency), el trabajador campesino indígena –ajeno a la problemática de la cocaína- se ve indirectamente criminalizado en su papel de productor directo, sin que a cambio se le ofrezca un programa alternativo serio de sustitución de cultivos que lo aleje de la producción de hojas de coca no destinadas al autoconsumo. Entre la tragedia de la adicción y sus devastadoras consecuencias, por un lado, y el drama de la extrema pobreza que obliga al campesino “cocalero” a  producir para el narco, por el otro, se extiende una difusa frontera en la cual delimitar roles de víctimas y victimarios se vuelve en extremo imprudente. Parece evidente que mientras persista una fuerte demanda de estupefacientes desde mercados de consumo con alto poder adquisitivo (Estados Unidos y Europa principalmente), la técnica de fumigar con glifosato, u otros herbicidas aún más tóxicos, los sembradíos de coca dispersos por las selvas sudamericanas (afectando colateralmente otros cultígenos no prohibidos y la salud de los campesinos) será un esfuerzo que reportará, en términos sociales, económicos y ecológicos, más perjuicios que beneficios (Transnational Institute, 2001: 4).

Repasando brevemente la historia latinoamericana, es interesante observar que la manipulación mercantilista de la hoja de coca por los no-indígenas constituyó una excelente forma de ganar dinero fácil desde los albores mismos de la Conquista de América. En 1550, escribía el cronista español Pedro Cieza de León: “Algunos están en España ricos con lo que hubieron de valor de esta coca mercándola y tornándola a vender y rescatándola de los tiangues o mercados de los indios” (1973: 221). Incluso la Iglesia católica usufructuó de la comercialización de la hoja de coca, según nos lo dice el Padre Blas Valera citado por Garcilaso en sus “Comentarios Reales de los Incas”: “la mayor parte de la renta del Obispo y de los canónigos y de los demás ministros de la Iglesia Catedral del Cozco es de los diezmos de las hojas de la cuca” (s/f: 110). Como vemos, el negocio que envuelve a la hoja de coca fue, desde antiguo y aún en su etapa más inofensiva, producto de maquinaciones mercantilistas de los grupos de poder de la sociedad colonial dominante, alejadas totalmente del sentido cultural, social, medicinal y religioso que el indígena le da al consumo tradicional de la hoja.

3. Consideraciones finales

Según hemos podido comprobar a través de este breve estudio, el largo proceso histórico que fue dando forma a la injusta estructura agraria que imperó en las colonias hispanoamericanas, y que se apoyó en la apropiación y el control del trabajo indio por parte de funcionarios reales, eclesiásticos y encomenderos de toda laya (dominación colonial y aristocrático-oligarca) (Ribeiro, 1985: 106), continuó sobreviviendo en el período independiente a través de modernas formas de explotación y bajo la sujeción de nuevos actores socioeconómicos: los finqueros y los hacendados (dominación patricial-oligárquica) (ibídem: 106). En la actualidad, las relaciones interétnicas de producción en América latina se articulan a través de un sistema estratificado, donde la burguesía explota de forma directa al proletariado, semiproletariado, subproletariado urbano y rural, y a los campesinos indígenas. Las posibles alianzas políticas entre el proletariado nacional y los indígenas se han visto frustradas como producto de las relaciones antidialógicas que los primeros actores sociales establecen con los segundos, negándose a operar en un plano de igualdad, tratándolos con paternalismo o menosprecio, y constituyéndose en una especie de “aristocracia laboral” asociada, consciente o inconscientemente, a la opresión ejercida desde los niveles más altos. El sistema interétnico se delata así como una estructura fuertemente asimétrica y jerarquizada, en la que la burguesía nacional aparece como el beneficiario excluyente (véase Cuadro 1, La Diversidad, acápite 1).

(Continúa en LA RESISTENCIA)


 [1] Gonzalo Aguirre Beltrán llamaba “regiones de refugio” a las zonas con población indígena mayoritaria sujeta al dominio económico, político, social, religioso e ideológico de su centro rector, la ciudad ladina (Bonfil Batalla, Guillermo: Identidad y Pluralismo Cultural en América Latina. Fondo Editorial del CEHASS–Editorial de la Universidad de Puerto Rico. Buenos Aires, 1992. Pág. 187).
[2] Los investigadores Henry Dobyns y Paul Thompson (“Estimating Aboriginal American Population”. Utrecht, 1966), citados por Darcy Ribeiro en su libro “Las Américas y la Civilización”, estiman que 150 años después de iniciada la Conquista sólo quedaba un indígena por cada 20 o 25 de los que existían originariamente (Centro Editor de América Latina. Buenos Aires, 1985. Pág.146).
[3] Para facilitar la consecución de estos propósitos fueron creados los denominados “pueblos de indios”, caseríos estables en los que se concentraban a las poblaciones indígenas encomendadas.
[4] La encomienda fue abolida oficialmente en el primer cuarto del siglo XVIII, cuando se revocó su carácter hereditario.
[5] Una variante de este sistema, implementado en los latifundios costeros de Guatemala, persistió hasta el año 1944 (Valenzuela Sotomayor, María: ¿Por Qué las Armas? Desde los Mayas Hasta la  Insurgencia en Guatemala. Ocean Sur. México, 2009. Pág. 232).
[6] En la región del Alto Perú, la mita minera perduró hasta el año 1808 (Halperin Donghi, Tulio: Historia Contemporánea de América Latina. Alianza Editorial. Madrid, 2001. Pág. 43).
[7] “La comunidad campesina era el modo de organización económico y social de gran parte de la población indígena y se componía de: la propiedad de un territorio, que usufructuaban sus miembros, en forma individual y colectiva, en base a unidades familiares, organización social y política basada en relaciones de parentesco, descendencia, reciprocidad y ayuda mutua” (Silenzi, Elba: Reforma Agraria en Perú: Efectos Positivos y Negativos sobre el Campesinado. Revista de Antropología. Nº 4. Año III. Buenos Aires, marzo-abril de 1988. Pág. 59).
[8] En Ecuador existió hasta 1917 el “contrato de concierto” o “concertaje”, figura jurídica que permitía al terrateniente solicitar la prisión por deudas del peón indígena caído en mora (Tamayo Herrera, José: Liberalismo, Indigenismo y Violencia en los Países Andinos (1850-1995). Universidad de Lima, Fondo de Desarrollo Editorial. Lima, 1998. Págs. 42-43).
[9] En un informe publicado en el año 2000, Survival International (SI) menciona la existencia de casos de “esclavitud por deudas” entre los indios guaraní y xacriabá del sur de Brasil, forzados a trabajar en las plantaciones de caña de azúcar (Los Desheredados. Indígenas de Brasil. SI. Londres, 2000. Pág. 12).
[10] En el sureste mexicano, por ejemplo, la cantidad de tierras a las que se les permitía acceder por lo general no excedía las dos hectáreas y el tiempo que debían trabajar en los campos del terrateniente oscilaba entre 40 y 120 días al año (Thomas Benjamín: ob. cit., pág. 113); mientras que en la provincia de Paucartambo, Perú, se hallaban forzados a dedicar tres días a la semana durante todo el año, o, como ocurría en Chumbivilca, todas las veces que el patrón se los exigiera (Mariátegui, José Carlos: ob. cit., pág. 80).
[11] El gamonalismo era una “forma particular de dominio social y político de los terratenientes (...) que consistía en el ejercicio del poder local sobre la base de la gran propiedad precapitalista, que se hacía efectivo por medios informales y sin mayor respeto por la legislación nacional” (Silenzi, Elba: ob. cit., pág. 60).
[12] “En este sistema, la tierra se da en posesión pero no en propiedad a las comunidades de agricultores, cuyos miembros tienen el derecho de cultivar individualmente una parcela dada de tierras cultivables. Si bien se trata de una tenencia colectiva, desde el punto de vista económico la mayoría de los agricultores ejidatarios son minifundistas” (Stavenhagen, Rodolfo: ob. cit., págs. 93-94).
[13] Según un estudio del Banco Mundial (BM) sobre la desigualdad en América latina (el informe analiza la situación en Brasil, Guyana, Guatemala, Bolivia, Chile, México y Perú) dado a conocer en octubre de 2003, “los hombres indígenas ganan entre 35-65% menos que los hombres blancos”. (Perry, Guillermo y otros: Desigualdad en América Latina y el Caribe: ¿Ruptura con la Historia? BM. México, 2003).
[14] Por ejemplo, los peones tanteros: “Trabajadores temporarios que no cobran un salario fijo, sino según la tarea que realizan: por la cosecha de tantos cajones de tomates, por el deshierbe de tantos surcos, etc.” (Benencia, Roberto: Bolivianización de la Horticultura en la Argentina. En: Grimson, A. y Jelin, E (comp.). Migraciones Regionales Hacia la Argentina. Diferencia, Desigualdad y Derechos. Ed. Prometeo Libros. Buenos Aires, 2006. Pág. 150).
[15] En Bolivia, por ejemplo, desde 1988 en la región de Los Yungas, al norte de La Paz, se destinan 12.000 hectáreas para el cultivo legal de la hoja de coca (Transnational Institute. ¿Coca sí, Cocaína no? Opciones Legales para la Hoja de Coca. Drogas y Conflicto Nº 13. Ámsterdam, mayo 2006. Pág. 10). A fines de 2006, el gobierno boliviano amplió esta superficie a 20.000 hectáreas, incorporando al cultivo lícito a la zona del Chapare, Cochabamba (diario Página/12: Buenos Aires, 24/12/2006).


CÓMO CITAR ESTE ENSAYO:

FAVA, Jorge: 2019 [2013], "La Revolución Seminal. Una lucha por la tierra, la identidad y la autodeterminación". Disponible en línea: <www.larevolucionseminal.blogspot.com.ar/2013/10/la-explotacion.html>. [Fecha de la consulta: día/mes/año].